Daniel Quiroga
24/5/1997
Y finalmente el Ciclo wagneriano se completó. Brava hazaña que incorpora a Chile a los países cuyos teatros logran ofrecer la magna obra de Richard Wagner, luego de superar con éxito gran parte de sus exigencias. Ya sabemos que la tiránica personalidad del dramaturgo-compositor no se detenía en nada para que sus planes se realizaran por entero. Así se tratara de sus aspiraciones de orden personal o artística. En el caso de la Tetralogía, cuatro obras basadas en las viejas leyendas y tradiciones del mundo nórdico europeo pre-cristiano, fue necesario no sólo construir un teatro especialmente diseñado, sino ganar un público que siguiera la acción en cuatro jornadas, un equipo de cantantes de resistencia y figura heroica, una orquesta reforzada a la que se incorporaron instrumentos de viento especiales y efectos escénicos capaces de seguir las acciones de los personajes en la complicada trama. Los problemas musicales siguen paso a paso los problemas de los personajes y, en verdad, no siempre éstos dan respuesta clara a sus conductas o dichos y por ello la música a menudo supera el texto. El movimiento escénico se completa con el rol de la orquesta convertida en otro personaje de la trama, apoyando con sus motivos conductores el juego de intereses y pasiones. Resulta que éstos son iguales a los que estamos viendo en el mundo de hoy, de ayer y de anteayer. La ambición por el poderío, los engaños y crímenes cometidos en su nombre, el amor y la venganza, la fuerza de la naturaleza, el castigo del crimen que tarda pero llega, en fin, parece que, efectivamente, forman parte del ser humano y de su eterna lucha contra el mal.
Por ello resalta el acierto con que el regista Roberto Oswald pone fin a la puesta en escena de “El ocaso de los dioses” al finalizar el cataclismo del Walhalla incendiado con la presencia de un niño que avanza llevando nuevamente el hilo con que las Nornas habían tejido el Destino. Queda entonces la esperanza.
La versión de la cuarta parte y final de “El anillo del nibelungo” fue objeto de una ovación entusiasta, que distinguió especialmente al maestro director Gabor Ötvös, responsable del basamento sinfónico en que descansa la obra y que logró una respuesta de alto profesionalismo de la Filarmónica en las más de cuatro horas de su constante desempeño. Los aplausos distinguieron también a la notable soprano Marilyn Zschau, cuyo poderoso material y actuación animó una Brunilda que impactó a la concurrencia.
Asimismo, mereció calurosa acogida la voz imponente del bajo alemán Hans Tschammer, como Hagen, el maligno sembrador de discordia; Sigfried, a cargo del tenor austriaco Wolfgang Fassler, no siempre destacó en el exigente registro agudo aunque lució bien posesionado del rol; Gunther y Alberich fueron personificados con relevancia por el barítono Oskar Hillebrandt; las tres Nornas fueron acertadamente servidas por Hitomi Katagiri, Christina Hagen y Dinah Bryant. Las dos últimas además tomaron los roles de Waltraute y Gutruna; las cantantes chilenas Miryam Singer, Miriam Caparotta y Mariselle Martínez encarnaron destacadamente a las doncellas del Rhin. La participación del coro masculino, bajo la dirección de Jorge Klastornick, fue sobresaliente.
El desafío de la puesta en escena, con obligados recursos dispuestos por el autor, llevaron a Oswald a combinar efectos lumínicos, utilería y decorados en una bien lograda confluencia, junto al vestuarista Aníbal Lapiz y el equipo técnico del Teatro. El estreno en Chile de “El ocaso de los dioses” marca, por todo ello, una fecha memorable en la historia del Municipal, que así finaliza el ciclo wagneriano y, en consecuencia, cierra nuestra deuda pendiente con la Opera del siglo XIX. Viviendo al término de este siglo XX, ya se podrá pensar en títulos modernos de Inglaterra, Francia y Rusia, cuya ausencia no se justifica ahora, ante el actual público asistente a la ópera.