Daniel Quiroga
24/9/1996
Qué agradable es asistir a una ópera en que no hay duelos, cuchilladas ni celos arrebatados. Ni muertos en el escenario, por supuesto. Descansa la mente y goza de melodías gratas y simples; sin tensiones en el juego de amores indecisos, que, por cierto, se resuelven de manera feliz.
Donizetti era el compositor capaz de llenar con suavidad y ternura momentos poco relevantes en la vida campesina, donde la rica, Adina, parece no decidirse entre el inocentón Nemorino y el sargento Belcore (que se cree “la muerte”). Es decisiva la llegada al pueblo del “doctor” Dulcamara, que vende botellitas de vino haciéndolas pasar por un elixir capaz de resolver problemas de fortuna, salud, amores, etc.
No hay para qué buscar más elementos en la trama de una ópera “bufa”, nacida para entretener, en las dos semanas que demoraron Felice Romani para trazar el libreto y Gaetano Donizetti para escribir la música. Esa premura era habitual en la época de Donizetti (1797-1848), en el género bufo, donde los lugares comunes de engaños matrimoniales, disfraces, equívocos y finales alegres llenaron los escenarios provocando la risa de los espectadores, aunque a veces sólo cambiaban los nombres de los personajes y el lugar de la acción, pues el nudo teatral y su resolución tenían similar comienzo y fin.
“Elixir de Amor” llegó nuevamente al público en su versión internacional, con las voces de Maureen O''''Flynn (Adina), Jorge López-Yáñez (Nemorino), Eduardo del Campo (Belcore), John del Carlo (Dulcamara) y Paula Elgueta (Gianetta). El gran problema de esta ópera de apariencia simple es mantener el clima de ingenuidad y de entrega vocal, sin caer en lo monótono pese a lo extenso y lento de la acción, particularmente en el primer acto.
En general, los dos intérpretes principales, la pareja de enamorados distantes, poseen materiales de voz adecuados, con emisión fácil aunque no muy poderosa y un timbre grato, apropiado. Pero a veces esto no basta si falta la proyección del personaje, el enriquecimiento de la acción y el actuar sin reservas. De otro modo ocurre lo que pasó en el primer acto, donde el “respetable” mantuvo una distancia apreciable respecto de lo que ocurría en la escena, observando todo sin mayor reacción, en los pasajes a solo y en los dúos.
La ópera subió sensiblemente en el segundo acto, donde el Elixir (que sólo era vino de Burdeos, según confiesa Dulcamara) actuó en favor de todo el grupo. Y, para decirlo en términos de vino chileno, la función se elevó como dijo un experto “desde vinito corriente a un Cosecha Especial”. Hubo aplausos bien ganados, con agudos firmes de la soprano y convincente expresividad en el tenor en “una furtiva lacrima”.
Dulcamara, al centro de la acción, lució voz y dominio escénico sin recurrir a excesos, así como Belcore, atropellador, quedó fuera de acción por el libreto, sin mayor problema. Gianetta mostró promisorias cualidades vocales en su papel coprimario. Gran personaje y decisivo en la acción fue el Coro del Municipal, activo y seguro, con voces disciplinadas y elocuentes.
Así llegó el final feliz, con todos compartiendo el cantito infantil “Chiqui-chiqui, chiqui-chaca, qué ligero corre el tren”, especie de aporte de Donizetti al folclor nacional por intermedio del simpático Dulcamara.
La ambientación escénica, fresca y agradable en su rusticidad campesina, mantuvo el clima apropiado y facilitó los movimientos. Acierto pleno del equipo formado por Ramón López y Germán Droghetti. Lugar destacado en la realización de la sutil partitura ganaron el maestro Maurizio Benini, con batuta exacta y ágil frente a la Filarmónica, así como Jorge Klastornick, director del Coro Municipal.