Daniel Quiroga
24/9/1996
Nuevamente nos encontramos con un sorprendente caso de cercanía entre un estreno operático en Europa y el estreno en Chile. Sólo tres años después del estreno de “Madama Butterfly” en Italia (con su fracaso inicial y su revisión por el compositor), se estrenó en Chile. Y desde entonces siguiendo la estadística incluida en el programa impreso de la actual temporada ha subido a escena en 51 ocasiones, a partir de 1907. Esto quiere decir que el público de comienzos del siglo no tenía ningun prejuicio respecto de la “modernidad” del lenguaje contemporáneo, asimilado por el talento teatral pucciniano, en la forma que es conocida por su refinamiento armónico y orquestal, empleo del leit motiv, etc. y su despliegue melódico y expresivo. Al contrario, “Madama Butterfly” siguió desde entonces hasta hoy en cartelera. Convendría, por lo tanto, hacer un estudio del por qué repentinamente se rompió el enlace de la ópera que se da en nuestro medio con la variedad estilística que se ofrece en otras salas de concierto. En nuestro principal escenario, sólo ocasionalmente y en el nivel universitario, se han ofrecido óperas de Ravel, Menotti y De Falla, por ejemplo, pero siguen siendo desconocidas las muy importantes del repertorio británico, alemán, francés e italiano nacidas en este siglo. Nuestro límite, hasta ahora, parece ser Richard Strauss, y ni hablar del repertorio norteamericano o latinoamericano, al que se ha dado la espalda, a pesar de nuestra vecindad.
“Madama Butterfly” se dio este año con un reparto internacional, encabezado por la soprano Diana Soviero, cuya prolongada carrera en el mundo lírico aseguraba una protagonista destacada. Una sobresaliente calidad vocal, de bello timbre y seguro manejo, dejó en segundo plano su alta figura, algo contradictoria con el pequeño físico de la japonesita traicionada, a quien se trata de “muñequita” en el libreto. Diana Soviero, además, mostró dominio del rol actuando muy decisivamente en el apasionado “Crescendo” del dúo del primer acto, respecto del inflamado teniente Pinkerton. Este fue interpretado con dominio vocal eficiente y seguros agudos por el tenor Dino di Domenico, cuyo ingrato papel logró lucir en el dúo ya mencionado y en su melancólica despedida del hogar lleno de flores donde amó a Cio-Cio San.
Aplausos merecidos saludaron el dúo amoroso, como también, en el segundo acto, las escenas de Cio-Cio San despidiéndose de su pequeño hijo, que marcaron su mejor momento. Junto al barítono Garry Magee, de grato timbre y mesurada expresividad, la soprano realizó el “dúo de la carta” con propiedad en su ingenuo diálogo. También junto a la mezzo Yun Deng, que lució un cálido timbre oscuro, se realizó el “dúo de las flores” con equilibrado sonido, y las patéticas escenas previas al suicidio.
Papeles complementarios fueron cumplidos por Ricardo Iturra (Goro), Carlos Guzmán (Yamadori), Rodrigo Navarrete (Bonzo), Augusto de la Maza (Comisario) y la grata voz de la soprano Katherine Heufemann (Kate Pinkerton) que pisaba el escenario por primera vez. Como de costumbre, el Coro Profesional del Teatro cumplió sus responsabilidades con plena capacidad. La dirección musical del espectáculo, a cargo de Miguel Patrón Marchand, muy cuidadosa en sus requerimientos a la Filarmónica, mantuvo la concertación en un plano de mesura y eficiencia, por más que en ocasiones faltara énfasis a los sucesos que ocurrían en la escena. Y en este campo, hubo detalles en la puesta en escena obligadamente encuadrada en una decoración tradicional como el exagerado ramaje florecido que Suzuki recoge cuando apenas salía de la casa, o la presencia de Dolor, el inteligente niño, a quien se hizo quedar junto a su madre muerta, agregando una nota sádica innecesaria. Como también era innecesario el símbolo cristiano y su abandono por Cio-Cio San, al elegir el camino del suicidio tradicional. Detalles al fin, que rompen una unidad lograda por el compositor y sus colaboradores libretistas al cabo de largas y acaloradas discusiones. La respetuosa popularidad de que goza “Madama Butterfly” no necesita agregar nada más a lo pedido por sus autores.