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“Un baile de máscaras” (30/8/1996)

03 de Octubre de 2003 | 10:49 |
Daniel Quiroga

30/8/1996

Tonio en "I Pagliacci" advierte al auditorio que "El teatro y la vida no son la misma cosa". Y conviene tenerlo presente cuando el libretista se dispara con su imaginación o cuando los censores de la época obligan a cambiar lugares y personajes para evitar comentarios comprometedores. "Un baile de máscaras", de Verdi, con libreto de Antonio Somma, sufrió todas esas vicisitudes antes de subir a escena en el Teatro Apolo de Roma, en 1859.
Pero también hay que tenerlo en cuenta al considerar los detalles de la puesta en escena, donde frecuentemente los personajes están uno junto a otro, diciendo cosas que un tercero no debe oír a escasos metros. En "La Boheme" Mimí escucha, detrás de un árbol, el cruel relato de Rodolfo a Marcelo respecto de su enfermedad; en el Cuarteto de "Rigoletto", un muro figurado separa a las dos parejas y es aceptado sin protesta. El teatro es así y sus leyes admiten tolerancia aún con las arias y dúos que el propio Verdi compuso al morir Violeta, Gilda y el desdichado Ricardo, Duque de Warwick. El teatro es así, lo absurdo se justifica por sí mismo, siempre que se haga con vigor artístico. Un simple descuido y cae todo el edificio.

Por ello, llamó la atención que el experimentado regista dejara pasar el Trío del tercer acto con los personajes mirando al público; o el apasionado dúo de Ricardo y Amelia, sin arrebato. Contraste muy fuerte con el buen éxito del movimiento coral en todos sus intervenciones, incluyendo el baile, con o sin máscaras. Detalles bien logrados alternaron en toda la función con suspenso y si la liviana figura del Paje saltaba de un extremo al otro, Amelia no entregaba la desgarrada aria de despedida a sus hijos con expresión convincente. Buen efecto produjo el decorado del primer acto, con una sala del Gobernador muy bien lograda, con imaginativos muros de cristal; y en la segunda escena, la morada de Ulrica, la negra Maga, levantó espontáneo aplauso por el efecto de una hoguera central y figuras de magia negra. El decorado del segundo acto lucía lúgubre, claro está, pero no necesitaba para nada que colgara una cuerda de horca desde el árbol, obvio detalle en un lugar llamado patíbulo. Excelente, en cambio, la mutación del decorado para la sala del baile, con el necesario esplendor y colorido.

Ya sabemos que Ricardo, Conde de Warwick, está enamorado de Amelia y que entre ellos ha nacido un afecto profundo (no materializado) que ni siquiera las yerbas mágicas propuestas a Amelia por Ulrica han logrado desvanecer. Tal amor es descubierto por Renato, su marido, luego que se descubre el rostro de Amelia oculto por un velo (hay que admitir que el velo oculta el rostro, pese a que es transparente para mirar la batuta). El recurso ingenuo cae y Renato quiere dar muerte a su esposa, pero el Conde es advertido de la conspiración en su contra y huye con la capa de su secretario y deja abandonada a la pareja. En casa de Renato, Amelia es obligada a participar en la elección para designar al que será asesino del Conde. Amelia escoge un papel con el nombre de Renato y el crimen (mediante daga) se hará durante el Baile de Máscaras. En la versión ofrecida, el crimen se hace con pistola, sin duda más espectacular. Muere el Conde y la profescía de Ulrica se ha cumplido, pues su mejor amigo le ha dado muerte. Antes de morir perdona a Renato y reafirma la inocencia de Amelia.

Esta combinación de trama histórica y argumento alterado por la censura dio origen, sin embargo, a una obra verdaderamente maestra en lo que a música operística se refiere. El genio de Verdi resplandece en sus largas y apasionadas melodías, en la agilidad de sus ritmos y en su vigor expresivo, apoyada en una variada orquestación. Todas las situaciones del libreto, aún las más obvias y hasta ingenuas, se deslizan sin choque alguno ante el auditor por la magia del clima sonoro que rodea a los personajes y situaciones. Tal vigor musical como que pide una acción escénica que le corresponda. No siempre se logró, porque los intérpretes tienen ante sí problemas muy serios en su desempeño vocal. En el cuadro de cantantes destacó la imponente figura de Ulrica, la mezzo Barbara Dever, que aparece sólo en el segundo acto, pero que por su impresionante calidad vocal y juego escénico ganó el mejor aplauso de la noche. Dueña de un registro de rara homogeneidad, cumple a maravilla con lo escrito por Verdi, que tenía por esta voz femenina un afecto especial (Azucena, Amneris). Lo exagerado de sus recursos escénicos, siguiendo los golpes de la orquesta, no quitan mérito a su capacidad interpretativa. Amelia fue dada a la soprano Audrey Stottler, con una voluminosa y cálida voz que, ojalá, se completase con mayor despliegue escénico en su rol, de por sí exigente por los encontrados cambios anímicos que necesita afrontar. El Conde estuvo a cargo del tenor Walter Fraccaro, cuyo material no luce parejo en el paso del centro al agudo, pero que tiene el brillo necesario para dar relieve a las escenas, arias y dúos que debe compartir. Su desempeño fue en ascenso a lo largo de la función. El timbre oscuro del barítono Barry Anderson, como Renato, en un comienzo algo oscilante, fue también ganando convicción en sus arias y escenas de conjunto, que son favoritas del público operístico. Con mucho dinamismo se trazó el rol del Paje, a cargo de Elizabeth Vidal, soprano francesa a quien correspondió lucir en las primeras escenas y en el baile, con una coloratura no siempre justa en la afinación. Roles complementarios importantes fueron los de los bajos Rodrigo Navarrete y Mario del Río, dúo de conspiradores que pudo ser mejor trabajado en su interesante parte. Pablo Oyanedel y Ricardo Iturra completaron eficientemente el reparto.

Personaje decisivo es en esta ópera la orquesta. El conjunto Filarmónico, con la dirección de Miguel Angel Veltri, mantuvo una calidad de sonido de primer orden. Los frecuentes solos en los acompañamientos tuvieron realización acabada, así como los cambios del oscuro ambiente mágico al resplandeciente baile. La conducción de Veltri mantuvo el ritmo del espectáculo, llevándolo de la pasión al regocijo y la tragedia, con una batuta firme en su apoyo a los cantantes. La música, que vive todo el suceder escénico, con una variedad y riqueza melódica que surge con inagotable variedad, es así el fundamento de una ópera bella y difícil, cuyos intérpretes deben buscarse con la mayor estrictez pensando en lo conocida y favorita que es "Un baile de máscaras" en el ambiente operístico nacional.
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