Daniel Quiroga
10/8/1996
Alfredo Perl desarrolló con seis obras el tercer programa del ciclo de las 32 Sonatas para piano de Ludwig van Beethoven. Ellas reunieron cambios estilísticos, búsquedas del compositor, tanto en la forma y propósito expresivo de la música, como en la realización pianística de su pensamiento. Ello obligó al pianista chileno a un constante cambio en el enfoque de su quehacer interpretativo.
En la Sonata en Mi bemol, Op.7 (1797), Perl logró dar el contorno brillante del primer movimiento y el caminar íntimo, contrastante, del meditativo segundo, verdadero anuncio de un Beethoven posterior, con sorprendentes cambios en la armonía. El pianista continuó con las dos breves sonatas, de dos movimientos cada una, editadas como Op. 49, aunque pertenecientes a igual período de creación que la anterior y destinadas, por su más simple estructuras, a ser Sonatinas de “ejecución fácil”, según el autor. Perl dio el toque de transparencia y ternura que exhala aquel par de juveniles creaciones.
Lejos está el tormentoso suceder de los movimientos de la Sonata en La bemol Mayor, Op. 26, escrita al iniciarse el siglo XIX, y cuyo transcurso señala un esquema fuera del plan clásico de la Sonata. El “Tema con Variaciones” del primer movimiento ya anuncia un Beethoven innovador; también la “Marcha fúnebre” del segundo, que suele oírse como una transcripción para piano de un original para orquesta. El intérprete entregó aquel cambio estilístico con la fuerza y convicción necesarias en el nuevo camino expresivo beethoveniano.
Las dos Sonatas Op. 27 están vinculadas por el subtítulo “quasi una fantasía” dado por el autor. El carácter libre, improvisatorio, resalta en ambas por la riqueza del desarrollo pianístico que se desborda a veces en torrentes de notas y desafíos técnicos. Concebidas en igual época que la Sonata anterior, las dos abren el mismo cauce al Beethoven maduro. El apodo “Claro de luna”, dado por algún romántico, es apenas aplicable al primer movimiento. Los problemas pianísticos contenidos en el tercero logran la serenidad inicial. La realización sobresaliente, y a ratos arrebatadora del pianista chileno, explica sin mayor esfuerzo que el auditorio, como impulsado por un resorte, se pusiera de pie al término del concierto para dar a Alfredo Perl la recompensa de un aplauso prolongado y entusiasta.
MUSICA DE CAMARA En el bello marco del Museo San Francisco, la Corporación Cultural “Rosita Renard” ofreció un programa de música de Cámara a sus favorecedores que hacen posible el Festival en Pirque. Se invitó al Quinteto Hindemith de instrumentos de viento, conformado por los acreditados profesores Harms, Mallea, González, Silva y Donatucci (flauta, oboe, clarinete, corno y fagot). La parte de piano fue encargada a Graciela Urrutia, destacada ejecutante formada en Chile y conservatorios europeos, habitual colaboradora de esta Corporación. El grupo instrumental ofreció al inicio el primer movimiento del Sexteto para piano y vientos, de Ludwig Thuille (1861-1907), compositor y profesor en Munich, autor de óperas, sinfonías y música de cámara que, a juzgar por el extenso movimiento escuchado, siguió las aguas de Brahms muy de cerca y sin cuidar la densidad sonora. Los intérpretes cumplieron cabalmente con su compromiso y extrajeron de la obra cuanto era valioso. En cambio, en el Sexteto de Francis Poulenc (1899-1963), su compromiso aumentó notoriamente. Una música ágil, colorida, con mucho de jazz y del desenfado propio del París de 1920, dio amplio cargo de lucimiento a los intérpretes. El profesionalismo reconocido del Quinteto Hindemith tuvo oportunidades múltiples para lucir calidad de sonido y justeza de ensamble.
Junto a ellos, la pianista ganó merecidos aplausos por la seguridad de su mecanismo y la musicalidad puesta a prueba en los complicados juegos rítmicos del músico francés, realizados por Graciela Urrutia con precisión y soltura encomiables.