Federico Heinlein
17/10/1996
Cuando en 1954 Pierre Boulez estuvo un tiempo aquí con la compañía teatral Renaud-Barrault como maestro de la música de escena, pasó bastante inadvertido (salvo alguna reunión con nuestros compositores de vanguardia).
En aquel entonces, Jean-Louis Barrault escribe que Boulez, a los veintinueve años, “ha llegado a ser uno de los máximos representantes de la Escuela moderna internacional. Lo tocan en el extranjero, lo abuchean en Francia: eso nos parece un buen augurio para un verdadero músico”. Entretanto, mucha agua ha corrido debajo del puente, y hoy nos llega una personalidad universalmente aclamada como de las más grandes del siglo en su amplio quehacer: la composición, la dirección, el pensamiento y la organización musicales.
Sin traernos páginas suyas, Boulez presentó cuatro obras ajenas: dos del pasado decenio, y dos de los iniciadores de la dodecafonía entre las guerras mundiales. Abrió el programa la Música II para bronces y percusión, de Philippe Manoury (1986), encargo del Ensemble InterContemporain al compositor nacido en 1952.
Aunque la obra fue concebida para ejecutarse sin director, la mano discreta de Boulez hizo más seguro el ajuste entre los siete metales y las dos marimbas, todos apostados en forma simétrica. Hay un fuerte elemento maquinal en esta música refrescante que no admite asomo de siutiquería. Los bronces explotan efectos de rápida repetición del mismo tono, y las marimbas aportan atrayentes sonoridades de gamelán.
El Concierto para nueve instrumentos op. 24, que Anton Webern dedicó en 1934 al sexagésimo aniversario de su maestro Schoenberg, es un trozo tripartito de suma diafanidad: joya de orfebre que, después de la poesía de su etérea página central, remata en un Scherzo apenas más substancioso. Con mágico arte de sugestión, Boulez da forma a este ensueño.
György Ligeti compuso su Concierto para piano en dos etapas: tres movimientos en 1985-1986, y un año después los dos últimos. Nosotros sentimos los tres primeros bien redondeados en sí, pero a Ligeti le hizo falta “una extensión y un remate”.
Sobre estas cosas no se puede discutir. A nuestro entender, bastan los ritmos y timbres, los murmullos y las combinaciones sonoras de los tres primeros trozos. Después empezó a aturdirnos el exceso de superposiciones y densidades a pesar de los brillantes solos de varios instrumentos y las hazañas del magnífico pianista griego Dimitri Vassilakis.
En el número final del programa admiramos de nuevo la soltura y naturalidad con las que Boulez guía a los instrumentos. Tres clarinetes de distinto tamaño: violín, viola, chelo y piano son todo el instrumental que necesita Arnold Schoenberg para la Suite op. 29 que inició en Viena antes de asumir su cátedra en la Academia de Bellas Artes de Berlín, donde terminaría la obra en 1926.
¡Cuántos mundos están metidos en la amena partitura dodecafónica! Encontramos, desde luego, la oculta nostalgia de Viena y de la tonalidad que Schoenberg abandonó “porque alguien tenía que hacerlo”, y hallamos también el sabor del Berlín de esos locos años 20: influencias que afloran a cada rato. Y vimos, una vez más, que el minutaje no cuenta en la música, ya que dicha suite se nos hizo, pese a su extensión, mucho más corta que el Concierto de Ligeti.
Los siete instrumentistas del Ensemble InterContemporain, entidad que nuestro ilustre visitante fundara hace dos décadas, corroboraron la excelencia del singular conjunto de solistas, y Boulez se mostró soberano en su conducción.
La sala llena celebró a los intérpretes con ovaciones como las que suele brindar el público del Teatro Municipal sólo a las estrellas más rutilantes de la lírica.