Federico Heinlein
15/9/1996
Fuera de serie es la calidad de la Orquesta de Cámara Franz Liszt, que actuó en el Teatro Oriente invitada por la Fundación Beethoven. Bajo su concertino-director Janos Rolla, el arte de este grupo de cuerdas parece emanar de un alma colectiva. Desde la obra inicial, la Pequeña Música Nocturna K. 525 de Mozart, sentimos integrados a los ejecutantes en una sola voluntad que no admite discrepancias.
Dicho comienzo atestiguó una variedad de ataques, tintes y grados de fuerza no escritos; la gama excepcional de matices, una delicadeza colorista y el manejo sensitivísimo del arco. La magia sigilosa de las semicorcheas en el Do menor del Andante; el resuelto Minué al que contesta, como desde lejos, el sotto voce del Trío, y el alado Rondó final, tuvieron en éxtasis al auditorio.
Los huéspedes húngaros lograron maravillas con partituras juveniles del siglo XIX. Nuestra sensibilidad se resiste a creer que un Rossini de doce años haya podido escribir algo tan encantador, sereno y maduro como esa Sonata N 1 sin violas, en Sol mayor, que los intérpretes tocaron con la máxima cultura y liviandad. Un milagro similar es la Sinfonía N 10 (Si menor) de Mendelssohn, compuesta a los quince años, cuyo modulante inicio adagio remata en un Allegro tormentoso. Destacados solistas fueron Attila Martos (contrabajo) durante la Sonata; el concertino, en la Sinfonía.
La entrega de la Serenata op. 22 de Dvorak mostró de nuevo que esta alianza artística magiar carece de eslabón débil. Cada ejecutante tuvo un rendimiento cabal en el ambiente eslavo del Tempo di Valse y la vena rítmica del Final. Aun algunos pasajes flojos de esta serenata resultaron amenos gracias al ángel de la interpretación.
Johannes Brahms iba con frecuencia a Budapest para visitar los locales donde podía oír la música de orquestas de gitanos que, en aquel entonces, era tomada por auténticamente magiar. Fruto de dicha afición fueron sus numerosas Danzas Húngaras, tres de las cuales figuraron al final de la programación.
El conjunto invitado logró identificarse con el ímpetu y los deliciosos rubati de una manera realmente insuperable. Las imitaciones en pianísimo; la gracia avasalladora del solo de la violonchelista María Frank en la segunda página; el temperamento electrizante de toda la agrupación en el número final, suscitaron el delirio del auditorio.
En la hoja impresa no figuraba ningún autor húngaro, pero fuimos desagraviados con encores como las Danzas Folclóricas Rumanas, de Bartok, añadidas en la interpretación magistral de estos representantes de un país milenario.
Federico Heinlein.