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Cuarteto de Cuerdas Coreano (15/2/1997)

03 de Octubre de 2003 | 10:59 |
Federico Heinlein

15/2/1997

La Embajada de la República de Corea en Chile invitó a una valiosa audición del Cuarteto de Cuerdas “Kumho Asiana”, concierto que tuvo lugar en el Aula Magna del Centro de Extensión de la Universidad Católica. Encabezó el selecto programa de los huespedes coreanos el Cuarteto en Re mayor K. 575, primero de los tres que Mozart compuso para el rey Guillermo II de Prusia.

Presenciamos una concertación diligente, de particular viveza en el Trío del Minué. Llamativa es la sonoridad de este grupo, con dos violines de muy buen nivel, aunque hasta cierto punto intercambiables, mientras que el violonchelo (Sung-Wong Yang) y la viola (Chan-Woo Chung) demuestran una calidad extraordinaria.

Al centro de la selección escuchamos la primera partitura de cámara de Claude Achille Debussy: su opus 10, escrito a los 31 años. Nada similar existía en 1893, y el Cuarteto Kumho Asiana logró comunicarnos la originalidad de una obra que va de sorpresa en sorpresa.

El inicio supo combinar eufonía con ímpetu arrebatador. Magníficamente captaron los músicos el perfil rítmico del Scherzo, la índole aterciopelada y el clima absorto del Andantino, así como la excitación rapsódica del Final.

Tan fuera de lo común como la creación debussiana es el Cuarteto en Mi menor (“De mi vida”), de Bedrich Smétana, que obtuvo una entrega soberana.

Sin ceñirse a ninguna tradición formal, el compositor ya enteramente sordo transmuta lo que él llama “La trayectoria de mi existencia”, entre cuyos hitos enumera sus inclinaciones románticas, el alborozo juvenil, el arrobamiento por la muchacha que llegaría a ser su esposa y, por último, la felicidad de haber descubierto cómo tratar artísticamente el acervo musical de Bohemia, su patria. Un detalle autobiográfico sobrecogedor es, al comienzo de la amortiguada coda, ese Mi sobreagudo que fue su perenne tortura antes de perder la audición por completo.

La entrega de los visitantes se distinguió por un despliegue de temperamento que tradujo con elocuencia el carácter individual de la composición. El encanto del “alla polka”, con los divertidos toques de trompeta en el violín segundo y la viola; el emocionante solo del chelo en el Largo, y la extinción final, impresionaron como cimas difícilmente superables.

Qué hermoso y congruente habría sido, después de esta manifestación nacionalista, oír encores como, por ejemplo, el vals op. 54 N 1, de Dvorak, o una página de Alberto Ginastera. En cambio, se nos ofrecieron peregrinas transcripciones (“Libiamo” y “Di Provenza”) de La Traviata. El público, forzoso es decirlo, las acogió con entusiasmo delirante.
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