Federico Heinlein
26/4/1997
Como segundo programa del curioso “Festival Bach-Mahler” de la Orquesta Sinfónica en el Teatro Universidad de Chile, escuchamos tres de los Conciertos que Bach terminó de escribir en marzo de 1721 para el margrave de Brandenburgo. Ampliado el esquema del “concerto grosso”, dichas obras presentan una notable variedad, patente en esta selección de formas concertantes disímiles.
Desde el clavecín, el maestro peruano David del Pino Klinge, músico y pedagogo excelente, dirigió en primer lugar el Concierto N 4 (Sol mayor).
Sobre las cinco partes aquí no duplicadas de cuerdas, los solistas Marcelo González (violín principal), Octavio Hasbún y Carmen Troncoso (flautas dulces) urdieron un diáfano trío.
El desempeño de los ejecutantes obtuvo resultados de translúcida pureza, no aminorada durante la pastoril elegía central, con imitaciones de eco en las flautas. La limpidez del Presto “alla fuga” concluyente no pudo sino corroborar la sensación de que todas las hebras de este polifónico tejido eran de igual importancia.
Si el Concierto N 4 se benefició del contraste tímbrico entre arcos y flautas, el N 6 (Si bemol mayor) estuvo de principio a fin dominado por la cálida sonoridad de las cuerdas graves sin violines, descollando los solos de Raúl Fauré y Eduardo González (violas) junto al violonchelo de Arnaldo Fuentes. Retoques del director (“pizzicati” y de algún moderno pianísimo) amenizaron la fluidez tranquila del modulante movimiento central con sus imitaciones en canon. También la Giga, carente de signos de interpretación originales, tuvo la asistencia de algún valor dinámico extremo.
Joya entre joyas, la partitura del Brandenburgués N 1 (Fa mayor) reúne dos cornos, tres oboes, fagot y violín, todos concertantes, amén de cuerdas y “continuo”: despliegue sin igual cuya riqueza y esplendor cerraron la velada de un modo magnífico. Aquí, el maestro dirigió de pie, sin batuta, estando la parte de teclado confiada a Luis Alberto Latorre.
Después del fastuoso Allegro inicial se abre un mundo distinto en el Adagio, de profundidad insondable, con sus guirnaldas melódicas repetidas entre oboe, violín y bajos. Sin pretender servir en bandeja los fantásticos roces de armonía que ocurren a cada instante, el director consigue un suspenso atónito en los cuatro compases de transición a otro festivo Allegro.
Con él terminaría, en rigor, la forma tradicional del Concierto. Sin embargo, el compositor tal vez anticipándose a los gustos de un auditorio cortesano agrega de estrambote un minué “en rondeau”, más propio de una suite, con dos tríos y una Polacca intercalados.
Las cuerdas no solistas destacaron en los pianísimos de la Polacca; oboes y fagot, en el primer trío; cornos y oboes, en el trío segundo. La numerosa concurrencia apreció vívidamente la jerarquía de las interpretaciones de esta música, donde la genialidad bachiana logra que el “ripieno” tenga casi el mismo interés de todo lo concertante.