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Una audición excepcional (3/8/1997)

03 de Octubre de 2003 | 11:05 |
Federico Heinlein

3/8/1997

El primer concierto de la Sinfónica de Chile dirigido en esta temporada por el maestro germano Lothar Koenigs se inició con las Danzas Alemanas D. 820 que Franz Schubert compuso en 1824 y Anton Webern instrumentó en 1931: única obra del discípulo de Schoenberg para un conjunto completo desde sus Seis Piezas Orquestales, de 1909, que se escucharon a continuación.

Los trozos de Schubert, orquestados con oído perspicaz y mano sensitiva, recibieron de parte del director y los músicos una interpretación de fraseo prodigioso. El timbre instrumental siempre variado; los rubati henchidos de sentimiento; la gracia de la instrumentación que constantemente alterna arcos y vientos, solos y tutti, generaron atmósferas de bienaventuranza y encanto.

Las famosas Piezas Orquestales op. 6 volvieron a exhibir la genialidad de Webern y la delicadeza del maestro Koenigs, quien obtuvo de la orquesta tintes minuciosamente diferenciados y climas ora misteriosos, ora amenazantes.

En las “Canciones para los niños muertos” (1904), de Gustav Mahler, se conjugaron la hondura y sensibilidad del autor con la jerarquía de los intérpretes. De consuno con la flexible dirección del maestro invitado y las respuestas finamente graduadas del conjunto sinfónico, la contralto Carmen Luisa Letelier, con registros equilibrados y una expresión vibrante, supo entregar resultados artísticos profundamente conmovedores. El patetismo del lied postrero con su rudeza inicial que, luego, se suaviza consoladora, produjo un ambiente de particular ternura.

Grande fue la impresión causada, después del intermedio, por la Sinfonía N 15, op. 141, de Dmitri Shostakóvich. Obra de abruptos contrastes, se resiste a terminar, como si el compositor quisiera diferir su última hora. Sorprenden los saltos anímicos, las discrepancias de carácter.

El Allegretto inicial oscila entre ritmos juguetones, una cita burlona de Rossini y un cúmulo de percusión (que alcanzará su apogeo al fin de la obra). En el primer Adagio llaman la atención los perfiles de color orquestal sin mezclas, hasta llegar a un estallido tremebundo que, luego, se disuelve en la nada.

De allí saltamos a otro Allegretto, de índole grotesca y sin alegría:

scherzo estridente, lleno de muecas. Abrumador es el Adagio final con menciones tan insistentes del “motivo del hado” de la tetralogía wagneriana, como si Shostakóvich sufriera en carne propia el ocaso de los dioses. Y se le nota remiso a entregar las herramientas, ya que no quiere terminar, dilatando la conclusión con cualquier subterfugio como, por ejemplo, un despliegue colosal de la numerosa batería.

Fue fantástica la entrega, por Koenigs y el conjunto, de este legado respetable del insigne compositor moribundo.
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