Federico Heinlein
24/9/1997
En su temporada internacional del Teatro Oriente, la Fundación Beethoven tuvo la breve visita de cinco ejecutantes famosos: el Cuarteto de Cuerdas “Melos”, de Stuttgart, y el violonchelista inglés Martin Lovett, del recordado Cuarteto Amadeus, quien se integró al conjunto para el Quinteto de Schubert. Wilhelm Melcher e Ida Bieler (violines), Hermann Voss (viola) y Peter Buck (chelo) comenzaron con el notable “Quartettsatz” schubertiano:
parte inicial de un Cuarteto en Do menor, nunca llevado más allá salvo algunos esbozos para el Andante.
Se trata de búsquedas significativas del compositor de 23 años, quien aquí se forja por primera vez un lenguaje muy personal en este género. Como de la nada surgió, en manos de los visitantes, la misteriosa inquietud del principio, cuyo tono dramático alterna con pasajes dulces para volver, en forma inexorable, a los acentos dolorosos. Una pequeña joya, presentada con profesionalismo esmerado.
En seguida, el “Melos” nos sedujo a través de su entrega soberana del Cuarteto K. 387 (Sol mayor) de Mozart, maravillosamente labrado en cualquier detalle como para competir con la excelencia de los “Cuartetos Rusos” (1771) del admirado Joseph Haydn. Los músicos alemanes atacaron la obra con real brío, sin descuidar la diferenciación dinámica. La violinista dio énfasis al segundo tema, estando en todo momento a la altura de sus colegas.
Recordamos el recio contraste de piano y forte en las notas cromáticas del Menuetto; la sutileza de matices del Trío en modo menor, que vacila entre duda y confianza. Después del extenso Andante, donde brillaron todos los instrumentistas, irrumpió como torbellino ese Molto allegro que parece anticipar el carácter del Final de la Sinfonía Júpiter en la aparente sencillez del contrapunto sonoro y su espíritu de alegría desenvuelta. Una hazaña gloriosa de los cuatro ejecutantes.
Con la personalidad señera de Martin Lovett al segundo chelo se ofreció, como fin de fiesta, el Quinteto D 956 de Schubert: suma de la potencia creadora del compositor poco antes de su muerte. La entrega permitió el goce continuo de la exquisita sensibilidad de gradaciones y del fraseo de los cinco músicos. Lo que impresionó especialmente fue la fantasía inagotable de Schubert en esta sublime partitura y la variedad de recursos durante el primer movimiento.
Un clima milagroso se produjo en el Adagio gracias a la expresividad de los pizzicati, la tormenta central, los elocuentes silencios y la vuelta al principio, con atormentadas fusas que recién se aquietan al final. Cuánta genialidad también en el Scherzo, cuya fuerza rústica es interrumpida por un Trío solemne y enlutado. Los ejecutantes lograron mantener la atención del oyente en todas las vicisitudes del magnífico final, de múltiples facetas y lleno de vida, siempre melodioso y, a veces, casi danzante.
Cálidas ovaciones del auditorio agradecieron una vivencia que difícilmente se olvidará.