Federico Heinlein
7/11/1997
En la sala de conciertos del Instituto Cultural de Providencia oímos obras francesas de la primera mitad de nuestro siglo. Las presentó el Instituto de Música de Santiago, dirigido por la maestra Sylvia Soublette. La hábil selección alternaba obras vanguardistas, de índole experimental, con partituras de más fácil acceso.
En 1915, año de su primera operación de cáncer, Debussy compuso la Sonata para flauta, viola y piano. Sentimos en ella una evidente búsqueda de caminos nuevos, aunque a menudo oigamos por usar las palabras de Paul Dukas en su homenaje póstumo el lamento, desde lejos, del Fauno. Jascha Koneffke (flauta traversa), Tamara Coll (viola) y María E. Villegas (arpa) mantuvieron transparencia en la Pastoral, animaron imaginativamente el Interludio y dieron énfasis particular a las osadas exploraciones del Final.
Comparado con las exquisiteces debussianas puede parecer rudo y sin ambages el estilo directo de Darius Milhaud en la Suite, de 1937. Un amor gozoso de su terruño provenzal es característico de esta composición, que Alejandro Ortiz (clarinete), Alberto Dourthé (violín) y Mirtha Rojas (piano) ejecutaron con eficiencia y deleite. La corporeidad desenfadada de la Obertura; el clima antisentimental del Animé; el frívolo Juego, dúo sin teclado, y, después de la grave Introducción, el paso, tenue como ensueño, al júbilo final, eran como una alternancia continua entre delicadeza y reciedumbre.
Después del intermedio escuchamos obras de Maurice Ravel, revolucionariamente modernas para el año 1906 en que fueron escritas. En las “Histoires Naturelles” para voz y piano (sobre los novedosos textos de Jules Renard), que el compositor dedicara a su excelsa intérprete Jane Bathori, hay un sesgo sensitivo que la soprano Carolina del Solar supo traducir con allure garbosa.
Tiene cultura, técnica, un hermoso timbre y claras nociones de la fonética del idioma francés (sólo debe cuidarse de que el canto no le coma las consonantes). Marcos Bustos, acompañante de señaladas condiciones, no fue muy sutil en los frecuentes matices de piano y pianissimo, lo que tal vez sea culpa del instrumento de la sala, pero constituyó un obstáculo adicional para la plena inteligibilidad del texto.
El maravilloso trabajo de relojería del compositor pudo aquilatarse nuevamente en su “Introducción y Allegro”, para siete instrumentos. Prima inter pares fue, aquí, la arpista, secundada a la perfección por flauta, clarinete y el cuarteto de cuerdas que formaron Alberto Dourthé y Mauricio Vega (violines), la sobresaliente Tamara Coll (viola) y Cristián Gutiérrez (violonchelo).
En una atmósfera impresionista, aunque con cierto neoclasicismo estructural, se desarrolla este trozo, que termina en orgiástico delirio. La genialidad del autor y el profesionalismo de los ejecutantes llevaron la pieza a un éxito triunfal.