Federico Heinlein
1/6/1998
La visita del conjunto sinfónico de Filadelfia al Teatro Municipal de Santiago nos permitió renovar el contacto con la muy famosa orquesta después de haberla oído en grabaciones dirigida por Leopold Stokowski y al natural bajo Eugene Ormandy. Esta vez, con la clara batuta de Wolfgang Sawallisch, nos impresionó menos la indudable jerarquía sonora de los músicos estadounidenses, quizás a causa de nuestra ubicación en un palco muy lateral donde los vientos a menudo parecían cubrir la sonoridad de los violines. Pese a semejantes circunstancias negativa pudimos gozar la viveza y el vuelo de la obertura a la ópera “Euryanthe”, de Weber, con sus cuerdas elocuentes, en particular los ocho violines solistas del Largo, y el color expresivo de bronces y maderas en los compases precedentes.
El tinte velado que abunda en la Tercera Sinfonía de Mendelssohn da una imagen fiel de los cielos nubosos del país septentrional que el compositor había visitado mucho antes de componer esta partitura. El maestro Sawallisch matizó sensitivamente ese parámetro del tiempo inicial en beneficio de la nitidez de las sorpresas armónicas y cromáticas del trozo. Sin solución de continuidad entre los movimientos, escuchamos en seguida la danza regional escocesa, de fulgurante nitidez.
En su sentimentalismo biedermeier inconfundiblemente alemán, el Adagio se distinguió por las voces entrañables de chelos y maderas así como gracias al equilibrio de su conclusión. Acaso el logro mejor fue el chispeante Final que funcionaba a la perfección, incluso la coda en modo mayor, una vez más cordialísimamente germana.
La Sinfonía en Sol opus 88, de Antonin Dvorak, puso fin al programa impreso. Apreciamos las virtudes de la orquesta así como la precisión y el irrefutable dominio de Wolfgang Sawallisch en la suavidad eslava inicial y, después, el fulgor de las maderas.
Del segundo tiempo recordamos la plenitud de las cuerdas junto al señero papel del concertino (William de Pasquale) y las finísimas terceras de los clarinetes. La gracia bohema del Allegretto desembocó en un fin de fiesta donde pasajes delicados de violonchelos y maderas alternaban con el más brioso rataplán eslavo.
Las ovaciones de la concurrencia obtuvieron con tres percusionistas adicionales la bella Danza Eslava Nº 8 en cuyos episodios tiernos domina el canto de una flauta: joya que fue, a nuestro entender, la revelación suprema del potencial artístico de los ilustres visitantes.