Federico Heinlein
22/6/1998
El célebre conjunto checo, que la Fundación Beethoven presentó en el Teatro Oriente, nos trajo un programa de compositores que fueron prodigios desde la niñez. A los trece años de edad, después de sus estudios de teclado, armonía y voz, Gioacchino Rossini cantaba, tocaba el corno y era clavecinista en público; a los quince, entró a clases de contrapunto y violonchelo. Seis años después compuso “Tancredi”, su décima ópera, cuya obertura abrió el concierto de la Orquesta de Cámara de Praga, magnífica agrupación que vino a Chile con sus más de treinta miembros.
Aunque toquen sin director, es evidente el acucioso estudio entre ellos y bajo su violín concertino Ondrej Kukal. Haciendo gala de claridad cristalina y maravillosa exactitud de articulación, actúan cual organismo viviente con un solo corazón.
De precocidad increíble fue Wolfgang Amadeus Mozart, tecladista-compositor desde los cinco años y hasta cierto punto explotado durante su infancia en fatigosas giras internacionales. A los treinta, entre “Las bodas de Fígaro” y “Don Giovanni”, escribió la Sinfonía en Re Mayor K. 504, que lleva el popular apodo “Praga” porque en dicha ciudad se estrenó. Hay vestigios de ambas óperas en esta partitura sin clarinetes que los visitantes interpretaron de un modo estupendo.
Conviene recordar la grandeza de la introducción Adagio con sus solemnes golpes de timbal y la nitidez fabulosa de las hebras musicales del Allegro. Cautivó cada minucia en el Andante central, entre ellas la inventiva del conciso desarrollo donde dialogan vientos y cuerdas en su paseo a través de diversas tonalidades. El Presto final, de diáfana rapidez, fue un milagro cuyo fulgor quitaba el aliento.
Después del intermedio oímos a Félix Mendelssohn. Familiar con el teclado desde su más tierna infancia, empezó a estudiar composición a los ocho años; a los doce ya era un pianista notable y creador prolífico, y desde los catorce dispuso, en casa de sus padres, de una orquesta privada con la que podía experimentar a su libre albedrío. El deslumbramiento de un viaje a Roma y Nápoles se cristalizará, desde los veintidós años, en la Sinfonía Italiana, obra final del programa de la orquesta visitante.
Sentimos el júbilo del joven en las exclamaciones “Italia, Italia” de los violines. El segundo movimiento empieza como una procesión nocturna sobre el fondo ataccato de las cuerdas más graves. De la grisácea parejura se destacan, luego, los clarinetes con el modo mayor de sus frases admirativas. Precioso fue el diminuendo de la conclusión.
La cordialidad del minué con su dulce cuarteto de cornos y fagotes pronto se olvida durante el baile napolitano final, cuya fogosa soltura nos arrastra cual torbellino. La admirable diafanidad y disciplina de este conjunto checo sin batuta suscitó el júbilo irrestricto del auditorio, cuya insistencia obtuvo, primero, la obertura de “Las bodas de Fígaro” verdadera folle journée y luego un Furiant, de Dvorak, resplandeciente en su fogosa exactitud.
Federico Heinlein