Federico Heinlein
27/8/1998
En la Sala América oímos un programa del pianista Felipe Browne. Desde el primer trozo, la Rapsodia op. 79 N.o 1 de Brahms, se impuso la elasticidad del toque de Browne, nunca mecánico y lejos de cualquier estereotipo, especialmente notable en la esencia romántica del pasaje en modo mayor.
El pianista no pudo evitar que los dos Impromptus iniciales del opus 90, de Schubert, parecieran alargados no obstante la suavidad y el dramatismo del N.o 1 y el despliegue virtuosista en el N.o 2. Aciertos particulares se alcanzaron durante la meditación, la sensibilidad y delicadeza del matiz de los dos últimos.
Maravillas hizo Felipe Browne con la Balada en Si menor (1854), de Liszt: hermosa creación, bellamente plasmada con pedalización discreta y soltura artística muy convincente. Después de la gracia y el frescor de la “Rústica” (1952), de Juan Orrego Salas, decepcionaron dos perfumados valses, de Rosa García, pese a los finos rubati de su entrega.
Con chispa e ingenio abordó Browne las Variaciones y Fuga de Brahms sobre un tema de Haendel, mostrando solidez técnica y comprensión musical. Recordamos particularmente la seriedad de las variaciones absortas, mientras que el patetismo y la profusión de octavas, así como la densa redacción de la polifonía final, se hacen un tanto tediosas. Sea como fuere, el éxito de Felipe Browne fue triunfal, y sus tres encores los Estudios op. 10 N.o 12, op. 25 N.o 1 y op. 10 N.o 4, de Chopin recibieron ejecuciones magistrales, llenas de temperamento y bravura.
El Montecarmelo presentó a dos profesores nacionales que se desempeñan como maestros en EE.UU. Con Eduardo Browne (primo de Felipe) al teclado, el violinista Alejandro Mendoza ofreció en la parte inicial del concierto dos obras memorables. Un prodigio es la Sonata en La mayor K. 526 de Mozart, nacida paralelamente con el “Don Giovanni”. Su equilibrio es tan perfecto como el de la “Sonata a Kreutzer”, de Beethoven, aunque con prescindencia de lo pasional o dramático. Pese a cierta preponderancia del piano, por su tapa demasiado abierta, pudimos apreciar las virtudes de una ejecución que mostraba el frescor de inventiva del Allegro, una fluidez sosegada en el Andante y que hizo justicia al torbellino del Presto.
Durante los años de la Segunda Guerra nació la Sonata opus 94 A de Prokófiev que, siendo un subproducto de su homónima creación Op. 94, para flauta y piano, representa un logro estupendo. La entrega fue impresionante gracias a la musicalidad acrisolada de nuestros intérpretes en el Moderato inicial; la obstinación del Scherzo, interrumpida por un episodio casi lírico; el meditabundo Andante y el Allegro final, de amplias frases melódicas, con abundancia de fantasía: monumento grande e interesantísimo, equivalente a una vivencia poco menos que agotadora.
El programa propiamente tal terminó, comenzando después del intermedio los encores decimonónicos, de simpática levedad. Siempre en coordinación magnífica, Mendoza y Browne recrearon la índole eslava de Cuatro Piezas Románticas, de Dvorak; captaron la dulzura del “Salut d''''Amour”, de Elgar, y se lucieron en páginas de Sarasate.
El carácter efectista de Romanza Andaluza y Malagueña; el zortzico inicial y las brujerías de Capricho Vasco; la finura de la introducción en las cuerdas graves y el vértigo de la Tarantela Op. 43, recibieron el brillo adecuado. El muy buen violín de Mendoza no igualará el Stradivarius de Sarasate, pero las ovaciones de la sala mostraron el goce de la concurrencia con esos trozos de exhibición, tan gallardamente vertidos.
Federico Heinlein.