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Requiem, de G. Verdi (24/5/1998)

03 de Octubre de 2003 | 10:17 |
Federico Heinlein

24/5/1998

A la memoria del recién fallecido cantante Gregorio Cruz Vega, apreciado ex miembro del Coro Sinfónico de la Universidad de Chile, se dedicó la "Misa de Réquiem", de Verdi, que oímos el día viernes bajo la batuta del maestro David del Pino Klinge, con Myriam Singer (soprano), Pilar Díaz (mezzo), Carlos Bengolea (tenor) y Patricio Méndez (barítono) de solistas, más el coro mencionado y la Orquesta Sinfónica universitaria.

Difícilmente podremos describir el resultado general de una ejecución formidable en la que el director invitado supo hacer justicia a cada detalle de la magna obra y conseguir la unidad de este oratorio tan lleno de vívidos contrastes.

Parece inútil querer señalar pormenores de la entrega o ciertos logros especiales, frente a la impresión sobrecogedora de una vivencia que sentimos cual privilegio maravilloso. Sin embargo, tal vez valga la pena mencionar al menos algún rasgo saliente de esta victoria singular sobre los múltiples peligros de una creación complejísima, producto de diferentes etapas del genio verdiano.

Loada sea, en primer lugar, la maestría con la que David del Pino animó lo impreso y obtuvo una síntesis de trozos a menudo discordantes. La reciedumbre y el temperamento fogoso del director sortearon cualquier dificultad. Hizo milagros con los instrumentos y las voces y nos comunicó del modo más ardiente las honduras, el poderío y la belleza de cada parte, desde el susurro casi inaudible del comienzo hasta el dramatismo de la conclusión.

Envergadura artística similar tuvo la faena del gran coro mixto, preparado en forma excelente por el maestro Hugo Villarroel. La Orquesta Sinfónica de la Universidad de Chile, con Alberto Dourthé de concertino, acató atentísima cada señal de David del Pino, quien, teniendo presente las colosales oposiciones dinámicas de Verdi, logró efectos radiantes de luz y sombra, poesía y ferocidad.

Acaso lo más admirable del director fue el trabajo de orfebre que hizo con las voces solistas. Los expresivos matices de congoja, fervor, espanto, contrición y súplica eran de un patetismo impresionante. Tanto las proezas individuales como el concertado engranaje de dúos, tríos o cuartetos mostraron una inspiración casi sobrenatural que, si cabe, potenciaba la calidad intrínseca de la luminosa soprano, la aterciopelada mezzo, el rotundo barítono todos nacionales y el sobresaliente timbre viril del tenor argentino.

Fue, en suma, la más feliz de las entregas, que conjugaba la genialidad del compositor con las virtudes de cada intérprete.
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