Un programa ideal
Sergio Escobar
Cuando se asiste a un concierto como el que dirigió Rodolfo Fischer frente a la Orquesta Filarmónica, con obras atractivas, hermosas y tan bien interpretadas por músicos chilenos, uno piensa que ahí está la fórmula para llevar a un público más numeroso al campo de la música clásica. El director eligió un programa donde figuraban la suite Mi Madre Oca, de Ravel; el Concierto Nº 4 para piano, de Beethoven, y la Octava Sinfonía de Anton Dvorak, obras francesa, alemana y eslava, respectivamente, que además representaban al impresionismo, romanticismo y nacionalismo. Un programa variado y de buen gusto que los asistentes ovacionaron largamente.
La suite de Ravel comprende cinco piezas basadas en personajes de cuentos infantiles, que nos llevan a un mundo de maravilla y misterio descrito con finura, delicadeza y una sutil orquestación. Fischer acentuó el carácter melancólico de los números y equilibró muy bien la elegancia del colorido con la magia de lo fantástico. La Filarmónica estaba en una gran noche y mostró estupenda musicalidad, en especial en las maderas, que aquí son fundamentales.
Vino a continuación la obra de mayor peso del programa, el Cuarto Concierto para piano, de Beethoven, donde el solista fue Alfredo Perl ya convertido en estrella internacional. Fue un diálogo de gran nivel entre la orquesta y el pianista, muy bien conducido por Rodolfo Fischer. Luego de una estupenda introducción orquestal Perl aportó su madurez musical y virtuosismo, y el diálogo consiguiente lució flexibilidad en el ritmo, fraseo e inflexión. La orquesta mostró gran claridad en las texturas, más que Perl, debemos decir, que tocó sin fallas pero sin mostrar la excepcional nitidez de sonido que caracteriza sus ejecuciones. Por alguna razón su digitación sonó brumosa (¿Exceso de pedal? ¿El piano sin tapa?) ocultando esa riqueza de detalles que lo colocan en un nivel artístico superior al resto de los intérpretes.
La Octava Sinfonía de Dvorak sigue en popularidad a la Nuevo Mundo, de clara influencia norteamericana, pero en este caso por su acendrado carácter nacionalista eslavo, donde las melodías se presentan con ímpetu rítmico y un sonido instrumental de calidad rústica. Su aire positivo y vital explica que en los programas orquestales chilenos figure muy a menudo y que siempre sea recibida con entusiasmo. Así volvió a ocurrir. Fischer moldeó las frases usando el rubato de manera convincente en los cuatro movimientos, con lo que dio unidad a la estructura general. El movimiento lento sonó elegante, el tercero tuvo espíritu vienés y el último el sabor de las danzas eslavas. Creemos que Fischer podría dirigir una muy buena Séptima Sinfonía del mismo compositor, para muchos la mejor del ciclo, que lleva años esperando ser ejecutada en nuestra capital.