Un cierre brillante
Sergio Escobar 5/12/2003
Finalizó el ciclo de las 32 sonatas para piano de Beethoven (en homenaje al maestro Claudio Arrau), que se ejecutaron en ocho conciertos a cargo de siete diferentes pianistas. Lo particular de la serie fue que las obras se interpretaron en estricto orden cronológico, iniciándose en junio con las tres sonatas del Op.2 y finalizando el martes con las grandes de los Op.109, 110 y 111.
El ciclo comenzó y finalizó de la mejor manera, porque ambos conciertos fueron entregados a Alfredo Perl, quien demostró con holgura ser el artista más calificado, en comparación. Los otros intérpretes estuvieron en niveles diferentes, destacando como muy buenos Andrea Lucchesini y Andreas Bach, pero lejos de la autoridad excepcional que se percibe en nuestro compatriota cuando toca cualquiera de las 32 sonatas de Beethoven.
Su desempeño en las enjundiosas Op. 109, 110 y 111 fue tan impresionante, que convirtió el concierto en un hecho cultural histórico. Perl tiene un colorido tonal propio y una pulsación prodigiosa que pone siempre al servicio del compositor. Dependiendo de la estructura particular, puede sonar clásico en esas sonatas del Op. 2 dedicadas a Haydn, pero señalando pasajes y características que anuncian el romanticismo de las obras posteriores, o muy romántico como en los pasajes lentos de estas últimas obras de arte.
La Op. 109 parte suavemente lánguida, pero a poco andar se transforma en algo heroico y más allá tiene acentos casi schubertianos. Todas las sutilezas y profundidades espirituales se hicieron presentes en la ejecución de Perl. Igual cosa ocurrió con la hermosa sonata del Op. 110, desde el bello y sereno primer movimiento, pasando por los dolidos contrastes del segundo y el cierre con sus complicadas fugas, llenas de homenaje a Bach pero en lenguaje beethoveniano.
Por último, la sonata Nº 32, de cierre del ciclo, tan difícil de traducir con certeza al auditorio, con su comienzo enérgico, vital y dramático que va desapareciendo hasta terminar como en soledad. No lo fue para Alfredo Perl, quien nos regaló algo mágico y nos confirmó todo lo grande que era Beethoven.