Miles Davis desde la ultratumba
Íñigo Díaz 9/12/2003
Han pasado 12 años desde que el trompetista más influyente del jazz moderno sorprendiera al mundo con su deceso. Por entonces se encontraba grabando el álbum Doo-Bop (1991) y entre sesión y sesión en el estudio la muerte lo sorprendió en un “inofensivo” chequeo médico.
Más de una década tenemos sin Davis en carne y hueso. Para los chilenos resulta aún más frustrante recordar que el trompetista estuvo a punto de pasar por estas latitudes para tocar su música electrificada a comienzos de los 90. Por esa razón resultó además tan satisfactorio asistir a la doble sesión musical en vivo del homenaje que se efectuó en su honor en la SCD. Y no sólo porque se interpretó material inédito del jazz davisiano, sino porque ambas bandas -lideradas por el baterista Pancho Molina- presentaron al sobresaliente trompetista de 22 años Sebastián Jordán, la nueva estrella del jazz criollo.
La primera noche estuvo reservada para el bop y el gélido jazz modal con que Miles irrumpió en los 50 y 60. Molina organizó un refinado quinteto acústico para revisar los standards modernos de álbumes obligatorios como Round About Midnight (1955), Cookin’ (1955), Kind of Blue (1959) y Seven Steps to Heaven (1963). A sus órdenes, y completando la sección rítmica, alinearon el pianista Marlon Romero y el contrabajista Rodrigo Galarce (pieza clave del andamiaje de Los Titulares, por lo demás). Delante de ellos, una espléndida dupla de voces melódicas formada por el tenorista Claudio Rubio y Jordán en la trompeta.
Estos dos solistas recuperaron el elegantísimo sonido del quinteto clásico de Davis (1955-56, con John Coltrane), y luego del quinteto moderno (1965-68, con Wayne Shorter), dando muestras de un amplio estudio del repertorio de ambas épocas creativas. Claudio Rubio sorprendió con una categoría solística que lo iguala a David Pérez (saxo tenor de Los Titulares) e hizo preguntarnos por qué extraña razón su nombre no figura permanentemente en los anuncios del circuito jazzístico.
Y si la resonancia de la muestra inicial del tributo al trompetista aún se mantenía vigente 24 horas después, la segunda noche organizada por Molina se transformó sin lugar a dudas otro momento sin precedente en el jazz de los últimos diez años. El fino quinteto acústico se desmembró y Molina subió al escenario liderando un septeto eléctrico que tenía la mente dirigida hacia a una sola cosa: la peligrosa internación en la oscura y húmeda jungla de la música incluida en Bitches Brew (1969)
No por nada éste es el álbum que inauguró un primitivo y telúrico jazz-rock con sus psicodélicas improvisaciones colectivas que por entonces –e incluso hasta hoy- habían sido calificadas como revolucionarias. Galarce dejó el contrabajo en casa y actuó como soporte eléctrico, Molina no volvió a tocar en clave bebop, y esta vez se permitió extender sus desarrollos percutivos con agresividad, Romero entregó su plaza al teclista Claudio Nervi, y se incorporaron también la guitarra de Nicolás Vera y los trastos de percusión de Rodrigo Vásquez. Todos ellos en función de la dupla Jordán-Rubio.
Un verdadero mercado negro donde cada músico tocó lo que estimaba conveniente, sin salir de los límites autoimpuestos y de paso demostraron que va a ser muy difícil enviar la música de Miles Davis a la misma tumba en que se encuentra su creador.