Marcelo Contreras
Ya es un logro que el público chileno exija que no le cobren de más por un concierto en vivo, pero falta otra meta. La garantía de que el espectáculo va a estar a la altura de lo que el público está pagando.
El show de los argentinos de La Renga, el miércoles 18 por la noche en el court central del Estadio Nacional, fue el paradigma de una falta endémica de la música en directo en este país: el mal sonido.
Cierto. La banda trasandina no es de sutilezas. El rock de La Renga es tosco, burdo. Orgullosos de su condición barrial, prescinden de matices y atmósferas. Sus canciones se hilvanan por un riff duro, chillón y salpicado de citas que se aferran con más instinto que aporte al manual del hard rock de los 70.
Pero si ésa es una opción estilística válida que goza de la total complicidad de su fanaticada, el mismo rugir con el que celebraron cada himno pudo reclamar por un sonido decente.
En estricto rigor, lo que se oyó en esa jornada fue la voz pastosa de Gustavo "Chizzo" Nápoli, su guitarra destemplada y el repicar de la caja y el bombo. Bajo, platos y tambores fueron fantasmas en la escena. Abundaron los acoples y una infernal alianza entre el saxo y la guitarra a la hora de los solos. Un suplicio.