El dramaturgo Samuel Beckett (1906-1989). |
PARIS.- Radicalmente pesimista, obsesionado por el silencio, el dramaturgo Samuel Beckett (1906-1989), autor de una de las obras más singulares del siglo XX y Premio Nobel de Literatura en 1969, cumpliría hoy, 13 de abril, cien años.
"Si me pongo a reflexionar, voy a malograr mi muerte" dijo el autor de "Esperando a Godot". Bromeaba con la muerte en cada frase. Dieciséis años después de su deceso, el 22 de diciembre de 1989, sigue vivo a través de su teatro, a la vez trágico y cómico, en el que reflejó como nadie la soledad y la angustia humanas. Una obra innovadora que convirtió a Beckett, un irlandés formado en los más prestigiosos colegios protestantes, en un gran escritor de lengua francesa.
Nacido el 13 de abril de 1906 en Foxrock, cerca de Dublín, joven brillante, Samuel Beckett hubiera debido ser profesor, pero su sentido del absurdo del mundo lo convirtió rápidamente en un hombre "apartado" que vivía "paralelamente a su tiempo".
Beckett partió por vez primera de Irlanda en 1928 para viajar a París, donde trabajó como lector de inglés en la Escuela Normal Superior. En la capital francesa descubrió la libertad intelectual y se hizo amigo de su compatriota James Joyce.
Diez años más tarde se instaló definitivamente en Francia. Escribía entonces poemas en inglés y una primera novela, "Murphy", que fue rechazada por 42 editoriales.
Cuando estalló la guerra, hubiera podido volver a Irlanda, un país neutral, pero eligió la Resistencia, prefiriendo a "Francia en guerra a Irlanda en paz". Una nueva novela, "Watt", también en inglés, volvió a encontrarse con el rechazo de las editoriales.
A partir de ahí, Beckett optó por la lengua francesa. Separándose de su propio idioma, aspiraba a una escritura minimalista, según él "sin estilo", cuya particularidad es el ser reconocible entre mil. El monólogo pasó a ser la forma esencial de su obra. "Todo lenguaje es una digresión de lenguaje", escribió. Preso de un frenesí creativo, produjo a fines de los años 1940 su trilogía de novelas: "Molloy", "Malone muere" y "El innombrable".
El éxito vino sólo en 1953, tras su encuentro con el director teatral Roger Blin, quien montó su obra maestra "Esperando a Godot", que muchos directores de teatro de París habían rechazado. "Fin de partida" (1957) y "Los días felices" (1963) impusieron definitivamente el teatro de Beckett.
Otro encuentro capital para el dramaturgo irlandés fue Jérôme Lindon, fundador de la editorial Editions de Minuit, que publicó a partir de los años 1950 toda su obra. De esa colaboración nació una obra excepcional, compuesta por más de 30 ensayos, novelas y obras de teatro, que Beckett consideraba como "manchas en el silencio", a imagen de la vida, "opaca y carente de interés".
Aunque Beckett vivió los últimos años de su vida en una obstinada soledad, actualmente es uno de los escritores de lengua francesa más traducidos y comentados en todo el mundo.
El teatro de Beckett: la representación de la nada
En 1950 aparecían en Francia, en la semiclandestinidad de compañías teatrales, los nombres de Ionesco, Adamov, Jean Tardieu, Boris Vian y, sin atraer particularmente la atención, circulaba el manuscrito de "Esperando a Godot" de Samuel Beckett.
Más de medio siglo después, esta obra del autor irlandés es conocida en el todo el mundo. Y sin embargo, cuando apareció, su lenguaje teatral profundamente innovador, su arte depurado, desconcertaron a buena parte del público. Prueba de ello fue que "Esperando a Godot" sólo fue estrenada en Francia en 1953.
El crítico Paul-Louis Mignon, que siguió para la radio nacional francesa la actualidad teatral desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, recuerda: "Lo que descubríamos era una economía ascética del diálogo y de las palabras, que cernían rigurosamente una realidad extraña y que creaban una tensión dramática sin relación alguna con la acción tradicional de la comedia".
Mignon recalca en el teatro de Beckett "el poder de los silencios y de los gestos como palabras, minuciosamente ajustados, que captan insensiblemente la atención del espectador". Las obras que siguieron - "Final de partida" (1957), "La última cinta" (1958), "Los días felices" (1961), "Comedia" (1963)- confirman esas orientaciones del teatro de Beckett.
En todas ellas, el físico de los personajes impacta al espectador, sobre todo una degradación corporal que recuerda la aniquilación a la que el hombre se ve confrontado, y la miseria que lleva a ella.
En "Godot", Estragon está vestido de harapos y se esfuerza encarnizadamente en sacarse el zapato del pie hinchado.
En "Fin de partida", Hamm es un ciego clavado en su sillón y está ligado orgánicamente a otro personaje, de andar vacilante, mientras sus parientes emergen de tanto en tanto de los basureros en que se encuentran.
Beckett describe al Krapp de "La última cinta" como un "viejo deforme... cara blanca, nariz violácea, muy miope, bastante sordo y de voz cascada". La Winnie de "Los días felices" es sólo un busto, y luego sólo una cabeza que se entierra poco a poco.
Los lugares donde viven esas piltrafas humanas son en general mal definidos, casi siempre desérticos y, ya se trate de interiores o de exteriores, los personajes están bloqueados en ellos.
Allí donde han llegado, ya no son hombres, cada uno de ellos es el Hombre, con mayúscula, o asume una parte esencial de la humanidad. Están inquietos y son acuciados por incesantes interrogantes sobre lo absurdo de la vida, que contribuyen al hechizo verbal del poema dramático que es cada una de las obras teatrales de Beckett.
De la totalidad de la vida de que el dramaturgo da cuenta, de su meditación incisiva, no está excluido empero, a fin de cuentas, un cierto placer de vivir, que restituye en particular la evocación del pasado.