Hace diez años falleció el tenor chileno Ramón Vinay. Y hace 24 que no se presenta en Chile la ópera que llevó a la cima: "Otello", de Giuseppe Verdi.
Juan Antonio Muñoz H.
Ramón Vinay caracterizado como Otello, su rol más destacado. |
Galerías y plateas se derramaban para aclamar al moro. Otello sale de la tormenta y la voz de Ramón Vinay (1911-1996) penetra oídos y cuerpo con pulso de sexo decidido. Un moro de aristocracia salvaje y nacido en Chillán repleta la escena con su torso de gigante y su metro 90 de estatura, casi desgarrando la garganta para apoderarse del mundo con un "Essultate" mesiánico y desafiante, dispuesto a gozarse en las alegrías de su pueblo y también en la valiente mansedumbre de Desdémona, que escapa de papá y de los lujos de Venecia para ir a mirar las estrellas con su exótico amante.
"Otello" —grande, Verdi— es la tragedia de un mundo doméstico precario, al borde del abismo, reconstituido por la figura del héroe que así destruye el huracán como al enemigo. Que así reivindica la pasión, también precaria e inestable, como intenta restaurar el amor. Y Vinay, el tenor chileno, Otello, se deja conquistar de nuevo por el canto de su Desdémona y fertiliza su afecto, y se rehúsa a ceder al trabajo del ácido. Vinay-Otello, noble y bestia, señor y déspota, manos blancas en mente negra, lucha consigo y vuelve a querer a la amada, repite su canto de amor y muerte, poseído celebra la ceremonia del fuego y en él se quema y arde. La voz enorme no se quiebra sino al final, cuando ya la tempestad está extinta, cuando ya Desdémona no puede sino perdonar.
El último beso
"Que nadie tenga miedo de mí", canta Vinay. Y desaparece la bestia para rugir sólo el hombre, y morir como señor. Atrás quedó el héroe de la batalla, el que hundió barcos, traspasó musulmanes e hímenes. Ahora sólo vive el canto del que va a acabar como asesino, añorando una vez más los labios de la amada, convertidos en altar, en lápida. "El nació para la gloria; yo para amarlo y para morir", canta ella.
En registro antiguo, la yugoslava Drágica Martinis-Desdémona implora a la Virgen en un abstracto e interminable Amén. También lo hacen Renata Tebaldi y Herva Nelli. Otello-Vinay se introduce en el cuarto. Es la bestia ingenua y desquiciada por los celos, hecha un tormento por las mentirosas visiones de su mujer entregada a la piel de Casio. Pregunta decidido si se encomendó al cielo. Ella responde. Se da cuenta. Le queda poco. "No me mates, Otello", grita. Él no la escucha. Drágica-Desdémona muere asfixiada, y mientras lo hace él la posee y ella se deja y hasta lo quiere. Pero la Emilia los descubre: "¡Otello asesinó a Desdémona!", alerta. Llegan todos, incluso Iago, el villano. Gino Becchi y Giuseppe Valdengo en competencia: ambos geniales. La mujer lo delata; Vinay-Otello no puede soportarlo. Lo pisa como a una rata. "Nadie me tema". Toma el puñal. "Antes de asesinarte, esposa, te besé". Un susurro. Sin la atronadora presencia del inicio, la voz de Vinay llena el teatro. Es apenas un murmullo. Un noble guerrero —amante condenado— se extingue. El teatro, en silencio. Nadie se mueve. Un último beso, y todo concluye.
Galerías y plateas se derraman entonces para aclamar al moro. Desde la consola, un seguidor buscaba el rostro de Vinay-Otello en medio de la oscuridad de la sala para ponerlo de nuevo en las retinas del público que llenaba el teatro. "Cuando yo hacía Otello, la gente salía llorando", dijo el artista al volver a Chile en 1986. Llorando así como lo hizo Ramón niño en la Escuela Anexa a la Normal de Chillán, cuando fue escogido para cantar el Himno Nacional.
El niño y el héroe
Corría 1918. El tenor tenía entonces siete años. Los profesores lo eligieron. Cantó solo en el patio. En la primera parte, todo iba bien. Se sentía una callada admiración entre los asistentes. La voz era una promesa. Pero entonces los nervios no eran de acero, y el niño se quebró y se puso a llorar. La segunda estrofa quedó suspendida. Como suspendido debe estar también el juicio para narrar que el que quizás sea el hombre que más triunfos líricos diera a Chile, no cantaría en el país sino hasta 1948. De un año antes, 1947, data su versión para el "Otello" de Verdi, dirigida por Arturo Toscanini; un dato que habla de todo lo que el tenor ya había conseguido en su carrera, coronada con Salzburgo entero en las manos de Wilhelm Furtwängler, en 1951, otra vez con el moro.
Como Bernardo O’Higgins y Claudio Arrau, Ramón Vinay Sepúlveda nació en Chillán. Un 31 de agosto de 1911. Se crió junto a su padre Juan y su madre Rosa. Pronto abandonó Chile, sin embargo.
Con esmeril, cincel y broca, lentamente esculpió su talento. Estudió en México, en el mismo conservatorio y en un curso superior que Jorge Negrete, que partió como tenor lírico y que después dejó la ópera por el celuloide.
Durante varios años, Vinay fue figura secundaria, pero desde 1944 se convirtió en una de las voces más cotizadas del ambiente musical norteamericano.
México lo vio arriesgarse como barítono en las largas líneas del Conde de Luna ("El Trovador", de Verdi) y, más tarde, como tenor en el Don José de "Carmen". Fue este papel el que lo llevó al New York City Opera y al Metropolitan, en 1945 y 1946.
Pero su consagración todavía estaba por delante. Correspondería a Arturo Toscanini sellar el triunfo, lacrar el nombre de Vinay en cúpulas y galerías. En La Scala de Milán debutó en 1947. "Humo blanco ayer, en La Scala", tituló su comentario uno de los críticos italianos más severos de la época.
Siguieron Florencia, Turín, Génova, Bolonia, Detroit y Chicago, nuevamente el Metropolitan... Lo tentó Hollywood. También Bayreuth, sede de los festivales wagnerianos, le abrió las puertas. El nombre de Vinay era una carta segura, y Alemania no podía permitirse no incluirlo en su ciclo de más renombre. Estuvo allí en 1952 y cantó en seis temporadas seguidas. Un hito se dice no repetido por otro latinoamericano. Fue Tristán, el adúltero; el incestuoso Sigmundo, y se perdió en el monte de Venus, con Venus, como Tannhäuser.
Así lo recordó Birgit Nilsson, la más grande wagneriana del siglo XX: "Hice Sieglinde e Isolde con Vinay. Él fue un cantante y artista maravilloso e inspirador, y un gran ser humano. Canté con él Senta, de "El holandés errante", cuando al final de su carrera se convirtió en barítono. Recuerdo que Vinay fue uno de mis tres Tristanes en una función en el Metropolitan. Estaban los tres enfermos y ninguno podía cantar la función completa. Accedieron a cantar un acto cada uno. Los otros dos fueron Liebl (Karl) y Da Costa (Albert)".
Últimos fogonazos
"Fui el asesino mejor pagado del mundo", dijo, refiriéndose a "Otello", convertido en cábala desde que lo cantó por primera vez. Su repertorio abarcó también "Aída", "I Pagliacci", "Don Carlo", "Sansón y Dalila", "Tosca" y "Louise".
Volvió a Chile varias veces. "En lo que respecta al arte lírico, hay un entusiasmo que sólo puede compararse con el ambiente de Milán", dijo, afectuoso. Desde 1963, incursionó nuevamente en roles de barítono, cantando Scarpia, de la "Tosca" pucciniana. El moro de Chillán se vestía ahora de fiera encubierta y verdugo, para proclamar frases contra natura ante el altar de una iglesia romana. Y sellando su prestigio de voz inclasificable y absoluta, perpetra la proeza de cantar dos roles de dos óperas consideradas entre las más difíciles del repertorio: fue Tristán y Kurwenal en "Tristán e Isolda", y Otello y Iago en "Otelo". No siempre convence en estos postreros fogonazos.
El 23 de septiembre de 1969, en el Municipal de Santiago, se retiró de los escenarios, con una última función de "Otello". Atrás quedaba el recuerdo de ese debut como bajo en un concierto de aficionados en el que cantó "Vecchia zimarra" ("La Boheme"), y esa apertura del Palacio de Bellas Artes de México, con "La Favorita" (Donizetti), en 1929.
Voz de grano ancho, color de barítono y extensión de tenor
Vinay-Otello-Tristán-Sansón, casado con Lushanya Tongay (fallecida el 19 de diciembre de 1990), padre de dos hijos (Ramón y Rosa), templo lírico en sí mismo, heredero de Tamagno, Zenatello y Zanelli, animal de escena y hombre de famosa cordialidad y bonhomía, espíritu resuelto, ejemplar de cabrío y artista admirable. Sus últimos años los pasó en una clínica geriátrica de Guadalajara, con su salud mental trizada. Rosa, su hija, cuenta que no dejaba de hablar de su patria y que apenas podía cantaba "Chile lindo, lindo como un sol".