Marcelo Contreras
Luces, sonido, trece músicos enfrascados en una especie de prólogo instrumental algo confuso. De pronto, gritos. Casi repleto la noche del sábado, el estadio Víctor Jara comienza a aullar por lo que parece ser la figura de Christian Castro, para presentar su último álbum, Días felices. ¿Las dudas? Con la actitud de un escolar en una primera lección, el astro mexicano de la balada empuña una resplandeciente guitarra Gibson Les Paul.
Aunque lo secundan nada menos que cuatro guitarristas, Castro -que sigue sin entonar una nota- se lanza en un descalibrado solo. Tropieza, sus dedos apenas rozan los agudos que busca, pero ya está: la guitarra es su nueva novia, y le pedirá que le acompañe en escena en varias canciones. Aún más. A la hora de interpretar el tema que bautiza al último disco, rasgueará su Gibson para luego coger una armónica y convertir la sala en una silenciosa pradera. Entonces la audiencia queda en silencio, sorprendida y a gusto con la salida de libreto.
Porque en la balada latina, los cantantes nacen y mueren como patrones que dejan a otros la tarea de la música, al menos en vivo. Aunque Castro no abandona la gomina, el traje de gala y las baratijas como agitar una camiseta de la selección, después de dos horas, 35 canciones y tres lustros como estrella, supo convencer de este desdoblamiento. Nunca es tarde.