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El fin de un triste 2006

14 de Diciembre de 2006 | 13:38 |
Gilberto Ponce


En uno de los años más críticos de toda la historia del Teatro Municipal, la Orquesta Filarmónica de Santiago finalizó su temporada 2006. Bien se sabe que uno de los conjuntos más afectados por esta crisis fue la orquesta, que vio reducida su planta en forma significativa. También es de público conocimiento que las vacantes producidas se están llenando por concurso, lo que supone un período de afiatamiento de los nuevos músicos hasta que consolide un sonido de la mano de un director titular.

Estas consideraciones son válidas a la hora de analizar este concierto, porque en esta oportunidad el talentoso director chileno Rodolfo Fischer estuvo al frente de la agrupación en un programa que contó con la “Sinfonía Nº 2” Op. 36 de Ludwig van Beethoven y la “Gran Misa en Do menor” K. 427 de Wolfgang Amadeus Mozart.

Creemos que en esta ocasión el sonido de la orquesta fue un tanto crudo, en particular en la sinfonía, donde se evidenció un desbalance entre violines y las cuerdas graves. Las maderas y bronces se escucharon más equilibradas.

La versión de Fischer privilegió los acentos, predominando la dureza en desmedro de una elegancia más propia del estilo de esta sinfonía. En el segundo movimiento pensamos que se lograron momentos de gran belleza, con los diálogos en la maderas. El movimiento final mejoró bastante, aunque en general pensamos que la versión fue más bien rutinaria.

La Gran Misa de Mozart fue algo muy diferente. Aquí Fischer consiguió momentos notables tanto en lo expresivo como en lo sonoro. En este aspecto fue decisiva la participación del Coro del Teatro Municipal, que dirige Jorge Klastornick, que debió mover su gran sonido a uno más propio del estilo mozartiano.

Consideramos que los mejores momentos estuvieron en el “Kyrie”, en el brillante y expresivo “Gloria”, el poderoso “Gratias”, el sensible miserere nobis del “Qui Tollis”, las claras articulaciones de la fuga del “Cum Sancto Spiritu” y la expresión jubilosa del “Sanctus” con su doble fuga “Osanna”.

En el “Credo”, en cambio, no escuchamos ninguna relación entre la dinámica de la orquesta y el coro. Fue como si se tratara de partes no correspondientes. Los solistas estaban encabezados por la imponente soprano argentina Soledad de la Rosa, que posee la tesitura adecuada para la obra además de un bonito timbre. Ella logró belleza en diversos momentos, pero falló gravemente en el sentido de grupo o en los fraseos con la orquesta, pues parece que no piensa que está cantando en tríos o cuartetos: suele lanzar su enorme caudal vocal sin medirlo. Solo en el dúo “Domine Deus” se apreció equilibrio con la mezzo soprano.

Una de las partes más hermosas de la misa es el “Et incarnatus est”, que plantea sutiles diálogos entre la solista y las maderas. Fue desperdiciado al no responder a las frases de los instrumentos. Además, como su ubicación en el escenario le impedía mirar al director, no podía hacer nada en pos de los equilibrios sonoros.

La contralto Evelyn Ramírez asumió el difícil papel de la soprano segunda. Su musicalidad y bella voz se destacó particularmente en el “Laudamus te”, por la precisión de la articulaciones, en el dúo y en el trío. El tenor Luis Olivares y el bajo Homero Pérez-Miranda completaron el cuarteto, cantando sus partes con solvencia y musicalidad.

En resumen una versión importante en un año donde los principales coros de la capital harán escuchar sus versiones de esta misma obra.

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