SANTIAGO.- Nueva York, 10 de enero de 1957. Cuatro de la madrugada y 18 minutos. Gabriela Mistral, quien había llegado al mundo 67 años antes en el pueblito de Vicuña, Chile, como Lucila Godoy Alcayaga, moría.
Doris Dana —amiga y albacea de la Mistral—, relató a El Mercurio el 9 de enero 1957 que la Nobel había perdido “el conocimiento con una sonrisa”.
Doris Dana, felleció el 28 de noviembre pasado, era una de las personas que mejor la conocía. Fue durante muchos años su gran amiga. La conoció al poco tiempo del suicidio de Yin Yin, el hijo adoptivo de Gabriela, y la acompañó hasta el final. Vivió junto a ella su última etapa en Nueva York, donde la Nobel seguía participando en algunas actividades culturales, a pesar de su deteriorado estado de salud.
Su agonía, aunque rápida en su desenlace final, había sido lenta. Según Jaime Quezada, poeta y presidente de la Fundación Premio Nobel Gabriela Mistral, ella lo había intuido y había hecho muchos gestos de despedida.
Despedida pública: el discurso final
En 1954, explica Quezada, ya estaba delicada de salud. Sin embargo, participaba en variadas actividades públicas. La Asociación Panamericana de Mujeres hizo en Nueva York un homenaje a Chile a través de ella. “Esa fue la última vez que leyó sus poemas y terminó con esta bella frase: ‘en un país sin nombre voy a morir’”.
Meses después, Gabriela habló en la Unión Panamericana, organismo que dio origen a la OEA. Según el presidente de su fundación, leyó un discurso a favor de la paz, la integración de los pueblos y los derechos humanos. “Alegró con un mensaje a todos los países”.
Despedida privada: en la pieza de un hospital
A finales de 1956, la última etapa de la premio Nobel se convirtió en una agonía definitiva. Ingresó en un hospital de Nueva York muy enferma donde le diagnosticaron el mortal cáncer al páncreas.
En noviembre de ese año, se recuperó y escribió en su testamento que quería morir en su “amado pueblo de Montegrande”, donde vivió desde los tres a nueve años. Además, dejó establecido que de todos los libros vendidos en Latinoamérica, una parte importante de los derechos de autor debían ser entregados a los niños pobres de ese lugar.
Pero la lucidez duró poco tiempo. De a poco perdía terreno en su batalla contra el cáncer. El 2 de enero de 1957 volvió a internarse, esta vez definitivamente, en el Hospital de Hempstead, en Nueva York.
Cinco días después, el cáncer de páncreas ya se había extendido hasta el esófago. Según Quezada, en esa jornada el sacerdote jesuita Renato Pobrete le dio la extremaunción.
En tanto, en Santiago, El Mercurio de enero de 1957 publicaba las declaraciones de los médicos que la atendían, quienes aseguraban que “faltaba poco para el desenlace”. La describían reposando sin conocimiento, en una blanca y alta cama metálica. Generalmente de espalda y con la cabeza inclinada hacia un costado, con un color amarillento, sus manos hinchadas y una difícil respiración.
Según Jaime Quezada, los pasillos del hospital se llenaron de visitas. “La fueron a ver muchos escritores chilenos, personalidades de organizaciones mundiales y el filósofo Jacques Maritain, con quien tenía una notable relación de amistad ideológica y religiosa”.
Hace 50 años
“Murió a los 67 años, tres meses antes cumplir 68. Sin duda, Chile y el mundo se estremecieron”. Cuando Jaime Quezada nos recrea este momento, su voz cambia. A pesar de que ha hablado innumerables veces sobre la muerte de Gabriela Mistral, cada vez es como vivirla de nuevo.
Cuenta el poeta que ese día, mientras la asamblea de la ONU debatía un suceso muy importante como era la intervención soviética a Hungría, se interrumpió la sesión y homenajearon “a la mujer cuyas virtudes la nombraron como una de las mujeres más valiosas de nuestro tiempo”.
Su cuerpo fue trasladado a Santiago. Mientras los edificios públicos izaban sus banderas a media asta y se decretaron tres días de duelo nacional, la nobel fue velada en la Universidad de Chile.
El Gobierno, escritores de renombre y organizaciones mundiales le rindieron honores. El secretario general de la OEA, José A. Mora, calificó su muerte como una “gran pérdida”. “No sólo Chile, sino también el mundo cultural y especialmente América, perdieron a uno de sus gigantes”.
Encabezados por el Presidente Carlos Ibáñez del Campo, el pueblo chileno pudo visitar su cuerpo en la capilla ardiente, antes de ser sepultado en el mausoleo de los profesores del Cementerio General.
Recién el 23 de marzo de 1960 se cumplió su última voluntad. Mistral fue trasladada a su pueblo de Montegrande, lugar donde descansa hasta hoy la poetisa del Elqui.