Cristina Hynde
(foto: El Mercurio). |
Al frente de Silvio Rodríguez, sentada con holgura entre seis mil personas que parecen darle una nueva categoría al término “seguidor”, de pronto se repara en que uno de los versos del tema “Judith” contiene una clave inesperada sobre aquello que ha sostenido el prestigio imperecedero del segundo cubano más famoso del mundo. "
No puedo dejarte de ver / arañando el silencio con tus ojos, / tratando de decir algo / algo que las palabras / nunca hubieran dicho mejor", afirma el trovador entre los versos de una de sus primeras composiciones de amor, otro de los valiosos rescates del reciente disco
Érase que se era (2006).
Un creador que lleva casi cuatro décadas revolviendo la gramática, que ha tenido en las palabras su más valiosa materia prima, sabe, también, que hay veces en que éstas no bastan. A 36 años de su primera visita a Chile, en el primero de los cinco conciertos que ofrecerá esta semana y la próxima en Santiago, Viña del Mar y Talca, el espectáculo actual de Silvio Rodríguez ha aprendido a completar con música depurada y profunda esos espacios que no logra llenar la poesía.
Es un real agrado volverlo a ver con una banda de tan inteligente disposición. En uno que otro añorado recuerdo, como “Te doy una canción”, el isleño puede acomodarse, como en sus inicios, en apenas su guitarra y voz. Pero para otros —“Óleo de una mujer con sombrero”, por ejemplo, refrescada con suaves citas de jazz— Rodríguez justifica los méritos de su banda acompañante, un quinteto compuesto por el trío de cuerdas Trovarroco (un poderoso ensamble que puede sostener perfectamente las dos ocasiones en que queda solo sobre el escenario), el percusionista Oliver Valdés y la mujer del cantautor, Niurka González, en las inspiradas líneas para flauta y clarinete.
En comparación con las visitas previas en plan de gran orquesta que hizo, por ejemplo, con el grupo Irakere, esta medida de timbres parece mucho más justa para un cancionero cuyo arraigo emocional y estándar poético —cuyo reconocimiento no quita que Rodríguez no esté, como tantos, libre de la rima apurada y fácil— impone por sí solo un peso expresivo digno de atención.
Los años suelen enseñarles a los músicos criteriosos la clave sabia del “menos es más”. Pero la austeridad no puede entenderla un cubano, criado en una de las tradiciones musicales más ricas de América, del mismo modo que, digamos, un alemán.
Tras una vida creativa que lo ha convertido en una auténtica institución, la voz más importante de la Nueva Trova conoce no sólo sus límites expresivos sino también los climas que sus creaciones generan, y el modo más inteligente de alternarlos, acompañarlos y agitarlos. Su espectáculo, entonces, se sostiene como mucho más que el predecible continuo de viejos éxitos que en Chile tan entrañablemente remiten a ansias libertarias, amores transgresores, inspiración cotidiana. El suyo es un concierto de cumbres épicas y planicies frescas, de guiños cercanos y relatos sobre mundos alejados, sobre los cuales Silvio Rodríguez canta instalado en su convicción contagiosa de que quizás no haya mejor formato expresivo que la canción popular.