Cristina Hynde
(Foto: EFE). |
No es para nada frecuente que un músico que enfrenta de visita un teatro lleno le pida al público, de pronto, que por favor "no aplaudan". Pero tampoco Jorge Drexler es un músico convencional, y su preocupación de anoche por respetar los muchos matices quietos y reflexivos de sus canciones (también las hay agitadas y graciosas) se recibía como una orden lógica que nadie en el Teatro Caupolicán quería desobedecer.
Las canciones de Drexler (42), probablemente el mejor cantautor joven del mundo hispano, son la síntesis inusual del mundo íntimo de su autor y las reflexiones colectivas no paternalistas que uno espera del tipo de compositor despierto que alguna vez fue norma en nuestro continente pero hoy parece estar a punto de la extinción.
El vuelo poético de sus letras (repletas de versos que erizan la piel cuando se vuelve a escucharlos incluso en medio de destemplados fanáticos) y la misma inquietud sincera por el devenir individual y el colectivo, podrían emparentarlo con el tipo de trovador modelo ’70 que tan enorme legado dejó de Cuba al sur. Pero el salto cualitativo de su espectáculo (y de sus discos, en rigor) es su claro apego a las formas contemporáneas, sean las de los recursos más obvios (secuencias programadas, un cover de Radiohead) o el desate de instrumentos acústicos a los que Drexler no les debe ninguna solemnidad. En ese sentido, su música le debe más al tropicalismo y la nueva canción brasilera (Gil, Veloso, Buarque) que al profundo fondo de Silvio Rodríguez o Serrat.
Así, el ensamblaje de violín, percusión, guitarras y contrabajo se presenta como lo haría un espectáculo actual de Café Tacuba, Arcade Fire, Björk o cualquier figura pop con compulsión por enredar los géneros. El talento del baterista Borja Barrueta es elocuente al respecto: más que baquetas, el hombre usa plumillas y sus propias palmas para poner a su instrumento en servicio del espectáculo (y no al revés: saludos a Maná y sus insufribles solos de batería de diez minutos).
Las discretas visitas previas de Drexler a Chile habían sido sin banda, y era apenas su guitarra, voz y las programaciones de algún socio las que debían sostener sus enormes canciones. Hoy, a bordo del estupendo nuevo disco
12 segundos de oscuridad, el uruguayo puede financiar no sólo a un grupo binacional completo (de la Patagonia a Madrid llegaban los saludos), sino también recibir al vitalizante Paulinho Moska y hasta dejar pasar al escenario a su hermano Daniel, también músico y en visita de último minuto. El riesgo del paso del culto a la masividad es, siempre, la pérdida de esa intimidad que permite la manor escala. De algún modo misterioso, Jorge Drexler ha mantenido lo mejor de los dos mundos, y su canto introspectivo,
a capella, denunciante o solidario es el crisol de voces que sólo pueden contener dentro suyo los grandes creadores.