Gilberto Ponce
Obras del joven compositor Sebastián Errázuriz y dos de Piotr Ilich Tchaikovsky se escucharon en el sexto concierto de la temporada de la Orquesta Filarmónica de Santiago, actuando como solista en piano Bernd Glemser, y bajo la conducción de José Luis Domínguez.
En el transcurso de la función la orquesta, que tocó solo con cinco contrabajos, obtuvo un rendimiento bastante bueno, con escasos momentos de sonido precario o duro.
“Historia del Tiempo” es el nombre de la obra escrita por el chileno Sebastián Errázuriz, y según explica su autor, trata de recrear desde el origen del universo, hasta llegar al “Big Bang”, y del como las partículas evolucionaron.
En una muy buena orquestación, y con recursos de timbres y colores, Errázuriz musicaliza el fenómeno a través de pedales melódicos que se contraponen a secciones de cierta complejidad rítmica en los que utiliza preferentemente la percusión, y a veces el resto de los instrumentos.
Las diversas secuencias pueden recordar a varios compositores, así como a la música para cine. En lo fundamental capta bien el interés del auditor, por el manejo inteligente que hace de las progresiones. La orquesta realizó un notable trabajo, guiada hábilmente por Domínguez, quien supo manejar los diversos planos sonoros de la obra.
Luego, Bernd Glemser pasó a interpretar el celebérrimo “Concierto N° 1 para piano y orquesta en Si bemol mayor Op. 23” de Piotr Ilich Tchaikovsky. La versión adoleció de una de las virtudes esenciales para un buen resultado, el enfoque que dieron el solista y el director como acompañante.
El solista busca una interpretación efectista, abusa del pedal, con accelerandos a veces desconcertantes, y bastante poco pulcro en los pasajes muy rápidos.
En el caso de la orquesta, fueron manifiestos los desencuentros de tempo con los del solista, siendo más notorio en los movimientos extremos del mismo. Consideramos que el sonido fue demasiado duro en varios pasajes.
Un logro lo constituyó el movimiento lento, pues Glemser logró una interpretación muy expresiva que fue excelentemente apoyada por un hermoso y expresivo sonido orquestal. Algo similar ocurrió en la parte final del tercer y último movimiento, pues tanto el solista como la orquesta, lograron unificar criterio interpretativo y obtuvieron del público una entusiasta respuesta.
En la interpretación de la “Sinfonía N° 5 en Mi menor Op. 64”, también de Tchaikovsky, la orquesta retomó la prestancia sonora. Vimos a un Domínguez bastante inspirado, y más tranquilo, pues estaba enfrentado únicamente a la orquesta, la que respondió muy alerta a cada una de las indicaciones de la batuta.
Ya desde la oscura introducción del primer movimiento, se percibió la unidad de concepto, pues los cambios dinámicos o de tempo, eran de responsabilidad exclusiva del director. A esto sumaremos el hermoso y parejo sonido de cada una de las familias de instrumentos.
Destacaremos el hermoso “canto” de los chelos, el contrapunto sonoro de violines y el sonido del oboe y luego con las maderas en el segundo movimiento, el logro parejo de toda la orquesta en el tercer movimiento con sus hermosos diálogos entre familias.
El movimiento final, en su estupenda interpretación, mostró en lo particular el musical y bello sonido de los bronces. Un Domínguez muy inspirado, logró momentos de gran belleza en una obra, que goza desde su estreno de la más grande popularidad universal. Demás está decir, la ovación del público al concluir la obra, tanto para la orquesta, como para su director.