Una tarde de verano de 1974, Lou Reed se encerró en su departamento de Manhattan, hastiado de la escena rockera de la época. Y armado de dos guitarras, uno que otro micrófono, unos cuantos efectos y con seguridad algún estimulante extraído con pinzas de su botiquín personal, se demoró sólo un par de tardes en confeccionar una de las más bizarras y herméticas piezas musicales de la historia del rock.
Según reconoció él mismo, no era su intención hacer un disco con ese material. El encierro y el desborde que salió de esa solitaria velada, quería ser sólo una terapia que lo ayudara a soportar uno de los períodos más caóticos de su carrera.
Pero esa supuesta terapia fue mucho más allá. Y el resultado de esa sesión se materializó en un disco que al principio no fue bien recibido.
Mucha gente volvió a las tiendas a reclamar por su dinero y otros simplemente lo usaron como un frisbee. Pero al poco tiempo esta ópera catódica se convirtió en un disco de culto, en una sucia y violenta contrarrespuesta al glamour que el rock & roll proponía en esa época. Un verdadero corte de mangas a la industria.
Y es que en este disco no hay letras, ni melodías, ni acordes, ni nada que se asemeje remotamente al concepto de canción. Aquí hay pura distorsión, pero en el sentido estricto de la palabra. Más de una hora continua de acoples, ruido, efectos, y rasgueos metálicos que se alargan como una caótica pesadilla eléctrica.
Da la sensación de que no pasaban ideas por la cabeza de Lou al momento de grabar, sino sólo convulsiones en su estómago que derivaron en un vómito de cables y secuencias generadas sobre un par de guitarras con sobredosis de voltios.
Más allá de la interpretación que se le intente dar a este trabajo, Metal Machine Music es un disco estrictamente reservado para fanáticos incondicionales, o para los amantes enfermizos del ruido blanco.
Felipe Ossandón