Si alguien llegó a temer, entre tanto artista desechable, que la zona profunda del rock corría peligro, puede estar tranquilo. La reserva moral de la creación musical popular contemporánea, esa que - de tanto en tanto- nos llena los oídos de calidad verdadera, está intacta. Entre otras cosas porque mantiene al australiano Nick Cave como su guardián.
Acompañado por su amigo el piano, al lado de sus acústicos Bad Seeds, Cave vuelve después de cuatro años casi iluminado. Elegante y épico. Contenidísimo. Citando y citándose, su álbum deshoja 12 baladas que apelan: al impresionismo ("Hallelujah", con su mantra de violín), a los Doors ("Love letter"), al soul ("Oh my lord"), a sí mismo en la magnífica "And no more shall we part" y a la belleza en todas sus formas.
Hay tragedia en Cave, y un encuentro con la paz. Pieza a pieza, llanto a llanto, arma una propuesta íntegra y coherente, que no tiene pérdida y que da cuenta - aunque él mismo diga que se sorprende de ello- de que este artista está bullente de vida.
Jimena Villegas