En sus diez años de carrera, Stereolab puede vanagloriarse de mucho. Creó una identidad musical, formó escuela, reivindicó a artistas infravalorados, se reinventó a sí mismo un par de veces, cambiando casi por completo el sonido de sus discos, por nombrar algunos puntos. Pero hay algo que se empieza a extrañar: la sorpresa. Desde Dots and loops (1997), sus placas se han vuelto en un verdadero ejercicio intelectual, cada vez más distante de la audición fácil y el hit inmediato, pese a que, contradictoriamente, se nutren del pop más que nunca. Sin embargo, nadie puede acusarlos de inconsecuentes, pues su deconstrucción del pop finalmente, su leitmotiv como artistas se está llevando hasta las últimas consecuencias.
Cristián Araya