Es un hecho: Calamaro se maneja en el filo de la verdad y la mentira, de la pose y lo honesto, de lo simple y lo simplón, la asertividad y la torpeza. Quien haya oído alguna vez a Goyeneche, Lou Reed, Gainsbourg, Chavela Vargas o Dylan no encontrará al argentino todo lo brutal que él desearía, pero comprenderá exactamente el idioma en el que intenta hablar. Calamaro es, en definitiva, una cuestión de fe. Se le descarta o se le cree, y si así ocurre, hay que dejarse llevar por su rima sencilla y reiterativa, dejarlo evocar cien clichés bohemios por minuto y oir con paciencia y cariño sus desamores irreversibles, dolorosos y predecibles, como se escucha a un desconocido con los codos en la barra.
No siempre canta Calamaro. A veces su voz se arrastra con desgano, se esconde y llega a cortarse incluso, pero termina conduciendo, no sin estilo, sus rogativas, sus quejas, sus exigencias y sus claudicaciones. Es un disco amoroso, trasnochado, una coctelera con pintas iguales de cinismo y ternura. Un álbum de actitud. Tiene muchos temas muy personales. Canciones como "Prefiero dormir", "El día de la mujer mundial" o "Te quiero igual", en la veta amorosa, y "Maradona" (por Diego) o "Miguel" (por Abuelo) en otros ámbitos. Es tan directo en su música como en sus letras. Acompaña sus historias de sonoridades estándar: reggae, rock urbano, tango, blues, a las que aplica un sencillo viraje de nostalgia y mofa. Es engañoso y atractivo lo suyo. Yerra y acierta. Quizás él lo sabe y por eso compone tantas canciones. "Honestidad brutal" recorre casi 40 temas. Y no es honesto quien no se emociona, aunque sea ligeramente y por un momento, en alguna parte del tramo.
Paula Molina