Cherubini: “Medea”
L. Gardelli / S. Sass, V. Luchetti, M. Kalmár, K. Takács, K. Kovats. Hungaroton, 1978.
Margaret Haggart, una soprano británica que vino a Chile para cantar la Reina de la Noche en “La Flauta Mágica” de Mozart dijo que su sueño era poder cantar “Medea” de Cherubini en un teatro de Gales un día de invierno, en plena nevazón. El fuego de la “fosca maga crudel” produciría el milagro de las transformaciones y todo el teatro ardería.
No es fácil, sin embargo, que esto ocurra: el reguero tiene que encenderlo una gran intérprete. Sucedió en el Maggio Musicale Fiorentino de 1953, con María Callas en la escena; Anja Silja supo hacer lo suyo también en Fráncfort en 1971. Y sucedió en 1978, cuando la casa Hungaroton se atrevió a poner la ópera en surcos, apoyada en la joven estrella húngara del momento, Sylvia Sass (1951), quien poco después sería fatalmente indicada como “la nueva Callas”.
“No soy la nueva Callas; soy la primera Sylvia Sass”, se defendió la artista, sellando así su compromiso por hacer una carrera personal. Votos que se materializaron en una particular manera de enfrentar vocal y escénicamente a sus personajes, y en rescatar música y óperas que no estaban relacionadas con la cantante griega. Así lo demuestran “El Castillo de Barbazul”, de Bartók, que grabó con Solti para London; “Der Ferne Klang”, de Schrecker, en su premiere italiana en Venecia en 1984; “Sogno di un tramonto d’autunno”, de Malipiero, en su debut mundial en Mantua, en 1988; “Nurnberger Puppe”, la opereta de Adam con la que hizo su debut a los 14 años; y “Belfagor”, de Respighi, en su primera llegada al disco.
Todo eso se agregó a un repertorio que abarcaba partes tan distintas como el rol titular de “Turandot” y Juliette de Gounod, incluidas esas heroínas peso-pesado tipo Norma, Lady Macbeth, Gulnara, Fedora, Violetta Valery, Amelia, Giselda, Salomé, Alceste, Adriana Lecouvreur, Tosca, Carmen y Manon Lescaut, y otras harto más soñadoras como Mimí, Desdémona, la Condesa y Fiordiligi.
Como si lo anterior no bastara, no tuvo problema tampoco en pasearse cantando los “Vier Letzte Lieder” straussianos y los “Wesendonk Lieder” de Wagner, ni en invitar a un Liederabend con “Frauenliebe un Leben” de Schumann ante un Londres totalmente sorprendido por una cantante que imprimía al ciclo una intensidad bastante inusual.
Eileen Farrell, Gwyneth Jones, Cristina Deutekom, Montserrat Caballé e incluso Katia Ricciarelli se han enfrentado a “Medea”, ya en el disco, ya en la escena, con resultados variables. Fue Lamberto Gardelli quien estuvo detrás de la elección de Sylvia Sass para el proyecto Hungaroton y los resultados fueron notables porque ella enfrenta la partitura con aplomo y precisión, asumiendo para los recitativos la influencia de la reforma de Gluck.
Desde el grito al pianissimo, su personaje vive en el poder envolvente de un centro oscuro y pastoso, en los matices y en las inflexiones que le permiten un material vocal opulento y salvaje, y una dicción siempre extranjera. Sólo hay que escucharla diciendo “È qui che amor da gioie ai traditor?” (¿Es aquí donde el amor le da gozo al traidor?) para saber que lo demás irá bien: sabe ser aterradora en su declaración de principios (“Io? Medea”); fría en “Falsa è la tua parola”; desesperada en “Dei tuoi figli la madre”, que finaliza con un “Pietà” que es más desgarro que canto; salvaje en la invocación a las fuerzas del mal (“Numi, venite a me, inferni Dei!”); y vencida en “Cesso del cor la guerra”. Muere como una diosa decretando “Al sacro fiume io vo! Colà t’aspetta l’ombra mia” (“Voy al río sagrado; allá te espera mi sombra”).
Estrenada con el título de “Médée” el 13 de marzo de 1797 en el Teatro Feydeau (Paris), el libreto lo firma Francois Benoit Hoffmann, basado en Corneille, y sigue de cerca del desarrollo de la tragedia de Eurípides. No tuvo mucho éxito, a pesar de los esfuerzos de Madame Scio, destacada cantante de la época. Montada luego en Berlín (1800), fue en Viena (1812) donde triunfó, cantada por Pauline Milder-Hauptmann.
En la actualidad, la ópera es conocida por la versión italiana de Carlo Zangarini, que sirvió para el debut en la Scala de Milán (1909).
“Médée” fue escrita en la forma de “opéra-comique”, con parlamentos hablados en lugar de recitativos. Estos le fueron añadidos más tarde, con lo cual pasó a ser una “tragédie lyrique”.
El uso del contrapunto, los contrastes de dinámica, el trabajo temático (herencia de Haydn) y la elegancia de la estructura vocal son características que se suman a un texto conciso que acota su mirada en el trazado psicológico de la protagonista.
Junto a Sylvia Sass, es un puntal del éxito de este registro el maestro Lamberto Gardelli. Defensor del Verdi temprano, Gardelli trabajó con la soprano húngara en varias ocasiones; de hecho, grabó con ella la premiere mundial de “Stiffelio”, con José Carreras; “I Lombardi”, con Giorgio Lamberti; “Ernani”, también con Lamberti; “Attila”, con Evgeny Nesterenko, y “Macbeth, con Piero Cappuccilli. Si en algunos de los casos anteriores su batuta resultó blanda y sin personalidad, aquí genera una densa atmósfera trágica. Sólo de escuchar es posible hasta adivinar la monumental arquitectura escénica adecuada. Comprendiendo los objetivos de Cherubini, la obertura y los preludios del segundo y tercer acto resultan fragmentos sinfónicos condensados y de una sorprendente carga expresiva. No por nada Brahms dijo que “Medea es la obra que nosotros los músicos consideramos la cima más alta de la música dramática”.
Comparecen también el tenor Veriano Luchetti, Jasón de hermoso timbre y canto seguro aunque poco empático; la mezzo Magda Kalmár, que canta de manera entrañable “Solo un pianto”, de Neris; la soprano Klára Takács, como Glauce, a quien está confiada la única aria con coloraturas de la ópera, y el bajo Kolos Kováts, que aporta su caudal sonoro al contrariado Creonte (Hungaroton, 1978, reedición 1994).
Juan Antonio Muñoz H.