Es claramente una etapa conceptual propiamente tal —algunos dirán trilogía— la que sostiene Bob Dylan desde 1997, cuando el estupendo
Time out of mind refrescó su entonces rostro de cera con un rocanrol de autor que pudo justificar ante los más jóvenes su estatus de institución cultural estadounidense y confirmar el entusiasmo de quienes en los años ’60 lo eligieron (sin preguntarle, claro) su “voz generacional”. Puede sintonizarse o no con los códigos de este hombre de apellido convertido en adjetivo —su poesía otoñal y a la vez sarcástica, el apego incuestionado a las raíces rurales de su país, su voz gangosa (que a no pocos asombra por cómo una garganta tan limitada se ha convertido en la de una estrella del canto)—, pero los pasos autoexigentes, cálidos y vivos que ha dado Dylan en esta última década son los de un artista que aún merece el mote de tal. Es algo que no puede decirse de varios de sus compañeros de generación.
Ahora, también es cierto que ante Dylan se aplica una discriminación positiva de la que sus seguidores no-estadounidenses no sólo podemos sino que
debemos tomar distancia. Lo sucedido el año pasado con el estreno del documental
No direction home (dirigido por Martin Scorsese, aunque con un grueso de material trabajado por otros nombres) ha derivado en una suerte de canonización en vida, cuya única comparación cercana debe ser la que se le dio en sus últimos años a Teresa de Calcuta. De verdad hay veces en que hay que hacer un esfuerzo por recordar que un hombre así de alabado, homenajeado, citado y premiado no es un precursor musical de la época victoriana (o algo así), sino un cantautor vivo, de trato medio insoportable y proclive a los mismos errores que, digamos, Eminem. Que nos perdonen los dylanianos, pero disfrutar a Dylan exige, primero, recordar que, sí, cada nuevo disco suyo puede ser un tropiezo (como lo fueron antes sus álbumes cristianos, por ejemplo) y que, a sus 65 años, es casi irrefrenable la tentación que tiene un artista por descansar en sus laureles y cobrar sin aspavientos su merecida jubilación.
Desde ese punto de vista, el nuevo disco de Bob Dylan (el número 32 en su lista de grabaciones de estudio) no es más ni menos interesante que lo que ha venido trabajando en la última década, y se le apreciará mejor si se parte de la base de que no hay para qué buscar aquí ni una porción de aquello que —fuese por talento, lucidez o
zeitgeist— convirtió a sus álbumes de los ’60 en el tipo de cosas que merecen espacio en enciclopedias. En resumen: éste es el disco de un experimentado seguidor del blues, el jazz y el rockabilly (y sus socios de varios años), quien valiéndose de la tradición de esos tres ejes sonoros relata con gracia historias (largas) sobre lo cómico que es a veces observar el mundo desde el escepticismo que dan los años, y que —algo menos habitual en sus canciones— se permite asomar al pornógrafo que vive dentro de todo anciano.
En serio: hay aquí decenas de referencias eróticas, más rudas que tiernas, y uno le concede al hombre el derecho a tomar distancia del gran relato amoroso adulto que ocupa a demasiados colegas suyos. “Quiero a una mujer que haga exactamente lo que yo diga” o “He mamado la leche de mil vacas” son el tipo de versos que espantarían a las fanáticas de James Blunt, y que, por alguna razón, se escuchan sin sentirse uno obligada a emitir un juicio. Mal que mal, no deja de ser admirable que el propio Dylan asuma su trabajo sin la solemnidad que parece darle el planeta completo. Es innegable que aquí canta un hombre que sigue disfrutando con lo que hace y que mantiene la lucidez de integrarse al flujo general de la música popular, en vez de cantar desde un pedestal, como el semidiós que nunca pidió ser.
Cristina Hynde
Bob Dylan "Modern times" (2006, Columbia).
1. Thunder on the mountain, 2. Spirit on the water, 3. Rollin' and tumblin', 4. When the deal goes down, 5. Someday baby, 6. Workingman's blues #2, 7. Beyond the horizon, 8. Nettie Moore., 9. The levee's gonna break, 10. Ain't talkin'.
Músicos: Bob Dylan (guitarra, armónica, piano, voz), Denny Freeman (guitarra), Tony Garnier (bajo, chelo), Donnie Herron (mandolina, violín, guitarra, viola), Stuart Kimball.
Producción: Jack Frost (aka Bob Dylan).
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