La Corporación Cultural Universidad de Concepción programó cinco funciones de “La Traviata’’ (Verdi) y —confirmando que el público para la ópera se multiplica y que no se trata sólo de una elite que mira al pasado como juran sin saber algunos incautos— cada representación ha sido a tablero vuelto. Más de mil personas cada noche. Así será también los días 29 y 31 de agosto, ya que las entradas están prácticamente agotadas.
Clave en todo esto es el equipo administrativo, liderado por Lilian Quezada, que trabaja por diversificar y optimizar la oferta cultural en un amplio espectro de ámbitos. El centro de operaciones es el Teatro de la Universidad, un antiguo cine frente a Plaza Independencia, con tres niveles y mil cien butacas. Sirve para ciclos de música, danza y teatro, y se ha ampliado un foso para las representaciones de ópera. Por cierto, el escenario no es para estos fines y resulta estrecho, pero la imaginación de los diseñadores hace milagros.
No está demás decir que debido a la avidez que muestra el público, una comuna de 214 mil habitantes como Concepción necesita con urgencia un teatro que pueda albergar grandes espectáculos.
Los resultados de esta “Traviata’’ son admirables. Primero por el trabajo cuidadoso de la Orquesta Sinfónica de la Universidad de Concepción. Bajo la dirección del maestro argentino Carlos Vieu, el conjunto conquista las fibras de esta ópera donde la música revela la profundidad de los personajes. Ya en el preludio, el enfoque de Vieu traspasa la atmósfera mortecina que prima en una partitura donde el brillante brindis resulta el único instante de luz.
Los protagonistas: detrás y sobre el escenario
La régie de Matías Cambiaso observa la fisura social que propone “Traviata’’. Se aleja por completo de una lectura sentimental, para enfrentar la obra desde un punto de vista realista; así, el primer acto es una fiesta de burdel y sus asistentes son tan elegantes como la situación lo permite. Nada de blancos en escena sino rojos y negros. Su descripción de Violetta es la de una demi-mondaine; una mujer de fiesta que es a la vez heroína pero que también es capaz de tomar champagne directamente de la botella. Hay muchos detalles a este respecto. Por ejemplo, tras la gran aria de la protagonista, al término de la cabaletta, entra el barón Duphol dispuesto a cobrar su mercancía. Una brutal manera de terminar el primer acto. Tanto como el insulto público de Alfredo a Violetta, arrojándola sobre la mesa para lanzarse luego sobre ella.
Germán Droghetti (escenografía y vestuario) hizo un verdadero milagro de aprovechamiento del escenario y supo crear un cuadro de claroscuros y reflejos de gran interés plástico, con el apoyo de una superficie especular donde se mezclan los dorados, damascos, negros y púrpuras del desmañado vestuario y las pelucas de las amistades de Violetta. Con pocos elementos —una mesa, un árbol, un diván— Droghetti consigue plasmar el espacio afectivo necesario. Ayuda en esto la luz de Esteban Sánchez, en particular durante el último acto: azul crepúsculo sobre negro.
Excelente el Coro Universidad de Concepción (dirección de Eduardo Gajardo), afinado, vocalmente seguro y participativo de la acción: los mismos cantantes son los bailarines de la fiesta en casa de Flora.
La argentina María José Dulin, llamada a última hora para sustituir a Stephanie Elliott, no es la soprano que se quisiera para Violetta, pero aborda con entereza la difícil parte, logrando sus mejores momentos vocales durante el segundo acto. Debe cuidar la emisión, emparejar su registro y abstenerse de los sobreagudos. Se ve bien en escena y es expresiva. Seguro y eficiente el Alfredo de Luis Olivares, un tenor de hermoso y recio timbre, que necesita hacer más flexible su línea de canto.
Fitzgerald Ramos, barítono costarricense, es un excelente Germont; sólido en material vocal y en postura escénica. Muy bien los comprimarios; en especial, la opulenta Flora Bervoix de Carola Hormazábal; la delicada Annina de Sharezade Perdomo, y el afectuoso Doctor Grenvil de Samuel Riveros.