Lo mejor de su vida ya pasó. Pero doce mil chilenos piden más Julio.
ArchivoEn todos los planos visibles y auditivos -que no estamos para juzgarlo espiritualmente-, Julio Iglesias conoció mejores momentos que el que la noche del sábado compartió con doce mil chilenos en el Arena Santiago.
Su cuerpo enjuto, su voz débil y sus "arranques" de guión valen oro no por lo que hoy logran armar en conjunto sino por lo que evocan, y el primero en reconocerlo es el propio Iglesias. Dos frases clave de un cantante locuaz: "Gracias por tantos y tantos y tantos años" y "Si sigo cantando es porque ustedes me lo permiten".
El español se reencuentra con fanáticos que sabe que no forjó ayer y a los que cree necesario darles explicaciones por su desgaste. Con ellos insiste en hablar de festivales de Viña de hace tres décadas, de sus nervios de principiante al ver en bambalinas a Leonardo Favio y Sandro, de infinitos bikinis en Reñaca rellenos por cuerpos dispuestos a probarlo como truhán y señor, de cómo también caducan las artes amatorias.
Lo hace con gracia y cierta empatía. Iglesias ha tenido siempre el talento para simular cercanía con fanáticas que, en un día de suerte, pueden llegar a sentarse en sus piernas y hasta ganarse un beso en los labios. De estos últimos, el español repartió varios esa noche. Con más eficacia que la encuesta Casen, el hombre de "Hey!" comprueba in situ la esencia democrática y transversal del calcetineo.
La vibración interior es la misma entre quienes pueden verlo desde cancha tomando vino en copa que quienes se ciegan desde la galería a la evidencia de los años. Como antes, este hombre de 63 años sigue pareciendo en Chile un "mijito rico" al que debe abordarse sin filtros mínimos de decoro ni juicio crítico. Pocos conciertos en Santiago han tenido un inicio más sonoramente desastroso que el que Iglesias nos regaló el sábado con "Quijote" -temimos por momentos que su voz se había quedado en Punta Cana-, pero buscar una cara molesta era inútil: a la salida, los noticiarios captaron a varios entusiasmados hasta la insensatez con el que consideraban "el mejor recital de mi vida". Cómo no: cantaron "La vida sigue igual", "Manuela", "Un canto a Galicia" y "Échame a mi la culpa". No pararon de cantar.
Abajo, las croquetas de choclo y el parfait de chocolate no alcanzan a compensar la exageración de que un show así cueste sobre los 350 dólares. Iglesias carga por el mundo un repertorio que, en su origen, confió su atractivo al disimulo de limitaciones que suponía trabajar con los mejores arregladores de orquesta y al carisma apabullante con el que este hombre embrujaba a las masas. Hoy no están ninguno de esos dos pilares.
Su banda acompañante es un ensamble anodino de suaves sonidos eléctricos y músicos siempre dispuestos al cliché (solos de saxo, traducción al pop de cualquier cita folclórica). Sus coristas, bailarinas de piernas kilométricas, estupendas para distraer un rato cuando la cuerda musical puede comenzar a aburrir. Junto a ellos, el protagonista del show es mucho menos un emprendedor que un patrón que administra haberes ya acumulados, y que está dispuesto a compartirlos siempre que no le requieran mucho esfuerzo. Trabajo intenso ya hubo antes, y para conquistar nuevos mercados la balada hispana tiene hoy a tantos otros mejor dispuestos que él (incluyendo a su hijo).
Iglesias ofrece hoy un espectáculo como el gerente que coordina compraventas desde una Palm Pilot o el exportador que da órdenes por celular desde alguna hamaca caribeña: lo hacen porque les sale fácil, porque pueden, porque creen merecerse el lujo tras décadas de esfuerzo. Así es la dinámica del éxito y quién es uno para denunciarla. Sonaría a envidia.