El "estilo" de PJ Harvey no ha sido nunca tal, al menos no como un sólo gran concepto monolítico y asible. Sus discos dan giros bruscos entre arreglos y códigos, y hasta su imagen física podría homologarse con la de una Madonna del reverso: a veces tosca y otras sobre unos tacos de gran diva. White chalk, el octavo disco de la cantautora inglesa, es parte de ese mismo juego de disfraces, y esta vez el traje es el de una solterona pudorosa que no quiere hacer ruido cuando eleva apenas su voz sobre el piano y posa para la carátula como una prima de las hermanas Bronte. Tratándose de ella, esa contención no deja de ser tenebrosa.
Es estimulante abordar un disco así de inesperado, en el que la otrora ardiente mujer de Dry (1992) o la chillona de Uh, huh, her (2004) se olvida de la guitarra eléctrica y se vuelve una baladista quieta, que nos va metiendo susto sin alardes, sólo con la languidez oscura que logran su piano y su voz. Aunque hay momentos emparentados con la austeridad que tuvo Is this desire? (1998), este disco es por completo diferente a lo que le conocíamos e incluso a lo que alguna vez podríamos haber imaginado saliendo de su cabeza.
Mantiene, sin embargo, la capacidad de la autora por envolvernos en un universo propio, oscuro pero atrayente, intenso y en el que no podemos abandonarnos del todo sin perder la alerta por posibles accidentes. Como con todos los grandes crooners del lado oscuro (Cave, Cohen, Walker) no queda uno igual después de pasar un rato con Polly Jean Harvey.
—Cristina Hynde