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Rasguños en los oídos

El grupo escocés vino a representar el martes 4 de noviembre un ruido de guitarras esencial para comprender lo que se llamó "rock alternativo", antes de que el "indie" nos vendiera gato por liebre.

05 de Noviembre de 2008 | 17:21 |

Dos horas después de que The Jesus & Mary Chain dejaron el escenario, R.E.M., el grupo que los sucedió en la segunda y última jornada del festival SUE, les agradeció públicamente el set. Vaya que se entusiasmó entonces con los aplausos el guitarrista Peter Buck, hombre clave en la dotación eléctrica de la banda de "What’s the frequency, Kenneth?". Buck es un conocido melómano y el fanatismo por los escoceces no es sorprendente. Tal como les sucedió a sus más obvios mentores – Suicide, Velvet Underground, The Stooges – , la distorsión eléctrica que marca a The Jesus & Mary Chain se convirtió, por su intrínseca abrasión, en material de iniciados, de melómanos que en la segunda mitad de los años 80 intercambiaban sus cassettes con devoción digna de un culto, o que utilizaron esas ideas para dotar de nuevos bríos a las guitarras de sus propios proyectos. Ese feedback denso y esencialmente antirradiable que cubría hasta el camuflaje las finas melodías de discos como Psychocandy (1985) o Darklands (1987) no fue un invento de los hermanos William y Jim Reid, pero marcó un modo de subvertir los códigos del pop-rock que resulta esencial para comprender lo que luego se llamaría el "rock alternativo", y antes de que el "indie" nos vendiera gato por liebre.


Si The Jesus & Mary Chain no estuviera consciente de ese legado histórico, se concentraría en el total de su discografía, y no sólo – como fue el caso en Santiago –  en sus únicos tres discos verdaderamente influyentes. De las casi quince canciones montadas sobre el austero escenario del Arena Movistar, el grueso provino de sus tres álbumes ochenteros (además de los ya nombrados, el enorme Automatic, del que salieron miniclásicos, como “Head on”, “Blues from a gun” y “Crazy”), causando, como es obvio, el delirio de fanáticos forjados en tiempos en que nadie que no hubiese pasado por el ranking Billboard y alguna ceremonia de los Grammy llegaba a asomarse por Santiago. Es ese mismo viejo sonido, inalterado en la voz y la delgadez de Jim Reid cuando canta versos oscuros hasta la caricatura, en el riguroso avistamiento de sus zapatos que mantiene concentrado a su hermano mientras toca guitarra, en una poderosa base rítmica  y en otra guitarra eléctrica para aportar con la santa causa del feedback. Es una combinación de códigos quizás no muy ingeniosos, pero aún frescos, que sonaron en Chile firmes y a salvo del presente incierto de una banda semidisuelta y semireunida, y que en el oído no deja mensajes sino rasguños.

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