Algunas de las últimas actuaciones de Sergio Lagos han revelado de manera particular qué es lo que el animador provoca en su faceta de cantante: en el Día de la Música, en noviembre, soportó abucheos y proyectiles, mientras que en la Cumbre del Rock, en enero, las dos canciones que interpretó fueron recibidas con relativa indiferencia, que más encima algunos presentaron maliciosamente como una pifiadera de proporciones –en honor a la verdad, nunca hubo tal–. Como sea, no puede negarse lo obvio, aquello que subyace detrás de las expresiones públicas y periodísticas: que existe una animadversión generalizada hacia el novio músico de Nicole, que su apuesta artística nunca se ha encontrado con una actitud receptiva ni favorable, y que denostarlo se ha ubicado de manera peligrosa como lo correcto.
Probablemente, todo esto se derive apenas de unos pocos factores puntuales: 1) Que Lagos es un conocidísimo rostro de televisión ligado a un canal tradicional, donde cultiva un estilo que a algunos divierte y a otros irrita; 2) Que tiene dinero como para hacer discos o lo que se le antoje, sin necesidad de aportes de ninguna índole; 3) Que, quiéralo o no, está ligado a zonas muy cercanas a la farándula. Quienes lo defienden, en tanto, aluden a razones tan simples como que al tipo le gusta crear, que toca hace muchos años o que no daña a nadie con sus canciones.
Sin embargo, todos esos criterios, juntos en un saco, dicen poco y nada. Fundamentalistas y relativistas se sirven de lo accesorio para justificar sus resentimientos y envidias, por una parte, y su simple empatía, por otra. Pero lo concreto es que Lagos, hasta ahora, no ha entregado material alguno capaz de combatir los prejuicios que alguien de su posición –es lamentable decirlo– sí o sí enfrentará en un medio como el nuestro.
Concepción, su segundo disco, no escapa a ello. No es un desastre, naturalmente. Hay inversión, trabajo y algo de evolución de por medio, que permiten que Lagos incluso supere lo hecho en S.O.L.O. (2007), a través de un álbum que pone mayor énfasis en la creación de piezas amables y sencillas, pero cuya precariedad y tosquedad de fábrica no se ocultan de modo suficiente en los efectivos arreglos que las revisten. No son temas "raros" tampoco, como ha dicho el cantante en defensa propia. Por el contrario, son bastante convencionales en su conformación básica, aunque haya algo descabellado en algunos recursos que emplea, como los inaudibles alaridos de "Zurcirás". Allí es cuando el disco parece otro capricho de quien ciertamente sabe lo que es una armonía, un coro o un riff, pero que no es capaz de dar con la nota propuesta por sus propias intenciones.
Momentos mejores, en tanto, alcanza cuando desenchufa tanto los aparatos como los artificios, para dejar que su voz imperfecta fluya con más transparencia y honestidad. Es el caso de la nostálgica "Rosa" o de la etérea "Soy la noche". Entonces uno incluso se permite olvidar que se trata del hiperventilado animador, y que debe haber mucho de verdadero tras esta cuestionada apuesta musical. Un trabajo resistido porque se trata de un rostro de televisión, es cierto, pero como también es verdadero que gracias a esa condición de Lagos es que hoy hablamos de estas canciones: obras que no superan de modo significativo a las de decenas de bandas de MySpace en las que las ganas son muy superiores al talento, pero que esta vez la popularidad de su autor logró rescatar –para bien o para mal– de ese espacio vacío donde no existen ni la pena ni la gloria.