La novia y Quintessence. Francesca Ancarola sorprendió con el magnífico caudal de voz. Hizo cuatro canciones en el primer concierto del aventajado ensamble en el Teatro Municipal.
Juan Eduardo LópezLa histórica estrella del fútbol inglés, Bobby Charlton, tuvo un sueño: entrar al estadio Old Trafford de la ciudad de Manchester, y anotar para su equipo, el Mancherter Unido, con las aposentadurías a reventar. Lo consiguió tantas veces en su carrera que a partir de entonces ese estadio fue conocido en todo el mundo como “El teatro de los sueños”.
Aquí existe también un teatro con esas características, aunque los que juegan dentro no son futbolistas. Pero el sueño que los involucra es similar al de Charlton. El Municipal tiene ese efecto de grandeza forjada desde hace 150 años que remece cuando uno camina por las veredas en la céntrica calle Agustinas y puede observar las vitrinas que anuncian óperas mundiales o conciertos de grandes maestros. Es evidente que para los jazzistas de Quintessence el proyecto de presentar sus creaciones en un espacio así representa un hito en su historia, iniciada en 2005 con la convocatoria de algunos de los mejores solistas improvisadores del momento para tocar en bloque y con música escrita.
Toda la música del repertorio es chilena, si consideramos al guitarrista bonaerense Federico Dannemann como un músico nacional más (llegó a Chile a los diez años y ha hecho toda su carrera aquí). “Pero siempre hay una excepción a cada regla”, anuncia el director del ensamble, Francisco Núñez, de gran prestancia en el escenario y fluida comunicación con el público. En el único encore de la noche, Quintessence fue atrás en el tiempo y cruzó hacia el hemisferio norte para recuperar una bellísima pieza del compositor Kurt Weill, arreglada por ese genio llamado Gil Evans y grabado por el trompetista Miles Davis secundado por diecinueve músicos.
Ahí, en “My ship”, es donde encuentran muchas respuestas para quienes hayan visto por primera vez a Quintessence en este contexto poco haibutal. Único, por decirlo con todas las letras. Es una lección de orquestación dentro de lo que se conoce como la “third stream”, la unión del jazz y la música clásica. Los principales compositores y arregladores del ensamble, los guitarristas bop Roberto Dañobeitía y Federico Dannemann, han trabajado sobre esa línea de creación en sus obras, dedicadas a algunos de sus solistas: “Blues para Víctor”, para Cristián Gallardo (saxo alto), “Bolda rag”, para Rodrigo Galarce (contrabajo) o el rhythm change “Tony’s change”, para coversaciones variadas entre Claudio Rubio y Agustín Moya (saxos tenor), Sebastián Jordán y Jaime Navarrete (trompetas) y Juan Saavedra (trombón).
Si en un momento inicial el ensamble pareció algo rígido, o tal vez tímido, y el sonido no alcanzaba desde ahí el caudal necesario para copar tamaño volumen en la nave central del teatro, ya sobre la mitad del concierto Quintessence andaba solo, como reloj al tiempo inglés y con una emisión sonora suficiente en cantidad como para escuchar desde el fondo de los palcos en el tercer piso y en calidad para identificar en el oído el clarón de Diego Manuschevich y la flauta traversa de Jeremías Núñez, en cada extremo de las filas, separados físicamente por saxofones, trompetas y trombones.
En un segundo momento el ingreso de la mezzosoprano Francesca Ancarola para interpretar canciones de Violeta Parra reorganizadas “a la third stream”, le dio otro peso al conjunto. “Es la novia de Quintessence”, bromeó el batuta sin batuta Francisco Núñez y Francesca Ancarola no se negó a la investidura. Cantó “El amor”, décimas de la señora Parra musicalizadas por el compositor chileno Luis Advis en un nivel muy superior al concierto ofrecido en julio de 2008 en el Goethe Institut. Luego hizo la tenebrosa y vanguardista “El gavilán” y remató con “Según el favor del viento”.
En el intertanto Ancarola revisitó “Luchín”, de Víctor Jara a dos guitarras y el pianista Mario Lecaros lideró su “Cueca del retorno”, demostrando nuevamente su habitual sentido del humor en el escenario: cruzó toda la tarima arrastando por el piso su partituras de su obra y ejecutó un solo al que se le acabaron las teclas por lo que debió siguió tocando en el aire.
La de Quintessence es música que no suena a jazz como lo entendería cualquier persona. Es misteriosa, es disonante, es extraña y es bella. Y, además, esta noche conmueve. Los críticos de música clásica y ópera hablan de “triunfo” y en este caso fue el triunfo de un grupo de jazzistas que tocan cada noche en pequeños clubes por separado, ahora en el teatro de los sueños. Es la última estación de la primera parte en la historia de Quintessence. El motivo perfecto para cerrar el ciclo de Quintessence 2005-2007, su disco debut, y comenzar el siguiente con el álbum que grabarán a mitad de año.