Vestida para bailar. Gloria Estefan con el rojo furioso de la salsa cubana hecha en Estados Unidos. La ''madre del pop latino'' saldó una deuda con el público chileno.
Claudio CaiozziHay cierto ánimo de estar sentado en Movistar Arena, esta noche del miércoles 15. Se entiende: La mayoría de las cerca de diez mil personas —que algunos espacios vacíos dejan en el recinto— ya no tiene 20 años, y hace sólo algunos minutos bajaba la bandera de una nueva jornada laboral. Pero apenas apareció Gloria Estefan en el escenario, poco antes de las 21:30 horas, el cambio fue obligatorio.
La cubana venía con ánimo de fiesta y se notó en la entrada con uno de sus más pegadores éxitos, "Oye". Fue un inicio casi paradigmático, porque en ese verso que algunos confunden con el título de la canción, "mi cuerpo pide salsa", la artista expone sus fortalezas, pero también sus carencias.
Estefan es una estrella. Específicamente, una estrella latina en el mundo anglo y, de paso, la madrina del subcontinente que busca un mejor futuro en tierras ajenas. Su salsa se baila en Centroamérica —no en Cuba, por cierto—, pero suena con más insistencia en Estados Unidos, con aura oficialista e inofensiva. No por nada fue invitada a engrosar el cartel en proyectos como "Divas Live", un concierto que la juntó con figuras como Celine Dion, Shania Twain, Mariah Carey y Aretha Franklin. O a interpretar el himno oficial de las Olimpíadas de Atlanta en 1996 ("Reach" o "Puedes llegar"), junto a otro de la especie, como Jon Secada.
Pero ésos son detalles irrelevantes para los seguidores de la cubana, que esperaron su show durante años y que en el recinto de Parque O'Higgins se entregaron sin problemas a una fiesta de salsa ("Ayer", "Abriendo puertas"), merengue ("Tres deseos"), ritmos brasileños ("Santo, santo"), dance ("Everlasting love") y conocidos éxitos en que puso su pluma a disposición de otras estrellas ("Let's get loud"). Todo animado por una impecable orquesta de quince prolijos músicos, en quienes —como en la misma cubana— muchas veces la corrección se impone al arrojo. Una cierta contención que también se traspasó al público, que siguió el concierto con el ánimo arriba, pero muy lejos del desborde al que otros artistas tropicales suelen conducir (la comunidad salsera esta vez no vino en pleno).
La dinámica sólo fue interrumpida por breves segmentos más reposados ("Con los años que me quedan", "Si voy a perderte"), y por un par de momentos que oscilan entre la anécdota y la rareza. Allí están el homenaje a Fernando González —quien estaba sentado en el sector Platinum— cuando la pantalla proyectó su imagen, medalla al cuello, arriba del podio, precisamente mientras Estefan entonaba el mencionado himno olímpico. O la chochera sin límites de la cantante hacia su hija Emily, a quien regaló largos minutos para demostrar sus notables dotes en la guitarra eléctrica, y su aún limitado aprendizaje en la batería.
Una mezcla variopinta que, de todos modos, configuró un paisaje colorido y diverso. Rítmico, bailable, oficial, sin grasa ni colesterol, limpiecito y ordenado, efectivo y popular. Y eso en Chile, como en todas partes, claro que funciona.