Improvisador. Ornette Coleman en acción, la noche del 9 de mayo en el Teatro Caupolicán. La primera y la última, o sea la única. Su concierto en Chile es parte de la historia.
Alejandra FuenzalidaNo fue la primera vez ni será la última que Ornette Coleman duplique los instrumentos en sus conjuntos para la elaboración de esos sorprendentes discursos narrativos. Lo hizo desde el disco Free jazz de 1960 y lo hará mientras siga grabando álbumes como Sound grammar de 2006, con el ataque de dos contrabajos en simultáneo, o mientras siga ofreciendo conciertos de este tipo con su actual cuarteto mutante, que incluye un contrabajo y también un bajo eléctrico. O sea, lo hará mientras viva.
Tiene 79 años y se le notan en su lenta entrada al escenario, vestido con traje y sombrero y un aire a Morgan Freeman que le da un aspecto viejo bluesman. Se le notan en la caligrafía dubitativa cuando escribe en un papel “The world is only in the sky” para un auditor que con eso de seguro entendió mucho mejor lo que pudo escuchar poco antes en un Teatro Caupolicán a un tercio de su capacidad, en la primera y última presentación de Coleman en Chile. Junto a Sonny Rollins y Lee Konitz debe ser uno de los últimos grandes solistas que sobreviven. Y sólo eso ya es un privilegio para el que estuvo allí.
Es la definición del sonido y no la composición de una música en particular lo que mueve a este saxofonista alto, improvisador y propulsor de las máximas libertades que haya experimentado el jazz en cien años. Son estas certezas las que uno testifica frente a Coleman, como el hecho de que se sí se puede escuchar free jazz sin asociarlo directamente a estridencias sónicas o al caos mismo.
Si aquí Tony Falanga marca una línea de contrabajo para un blues de raíz es altamente probable que el resto del cuarteto ni siquiera se moleste en seguirle el paso y todos toquen en distintas direcciones. Si el bajista eléctrico Al McDowell practica un solo o un arpegio en una función de guitarra, el baterista Denardo Coleman, que es el hijo de Ornette, ejecutará cualquier ritmo detrás. Puede ser el pulso cuadrado de rock o puede no ser nada de nada.
Casi siempre Coleman presenta un motivo musical fracturado rápidamente y de inmediato se arroja al vacío para improvisar. Cada tanto toma la trompeta para comentar brevemente lo que planteó con el saxofón y por una sola vez toca el violín, pero de la manera menos académica que exista. Su lógica es totalmente personal.
Desde la melódica locura de la composición “School work” (que parece música para jardín infantil del planeta Marte), hasta “Bach prelude” (con una reconstrucción de su primera suite de cello), y pasando por “Lonely woman” (su más bella y conocida melodía), Coleman ha sido esta noche un libertador. Si hasta para marcar las palmas en el blues “Turnaround” es un músico de free jazz: jamás aplaude en el pulso que corresponde. Lo hace cuando quiere. O, en rigor, cuando le nace. Es desafiante, aunque sin proponérselo. Es así: como tocan son. Es Ornette Coleman, no hay otra explicación.