Para entender el fervor colombiano por la música vallenata, esa que interpreta con tanta garra Carlos Vives, hay que viajar a la cuna de este folclor en la ciudad de Valledupar.
El Mercurio OnlineHay algo surrealista en la realidad de Valledupar y en la euforia con que los colombianos padecen de esa suerte de fiebre vallenata que se desata cada año cuando se trata de homenajear su folclor. A ratos el caluroso ambiente del Festival de la Leyenda Vallenata (a principios de mayo), en esta localidad de la costa caribe a 900 km de Bogotá donde el sol se ensaña y la temperatura promedio bordea los 40 grados, semeja a una catarsis colectiva y el nombre de la ex ministra de cultura, Consuelo Araújo asesinada por la guerrilla o del líder popular, Jorge Eliécer Gaitán, muerto brutalmente en los 50, aparecen en poleras, canciones y lienzos con la viveza de un pueblo que se sabe fragmentado por la violencia, pero que reconoce su fortaleza para sobrellevarla. Lo confirman las multitudes de devotos que congrega la cuna de este folclor y que viajan desde Cali, Medellín, Bogotá, Barranquilla, Cartagena, entre otros lugares de la República, además de un importante contingente de extranjeros, solo para someterse a una sobredosis obligada de vallenatos y de paso, saturando toda la capacidad hotelera de la ciudad. Por ello, la costumbre es “bajarse a las casas”. Es decir, que las familias reciban a su parentela sin importar el número de camas. Una vecina cuenta que implementó un sistema de turnos: rotando las camas a cada cual le correspondió 4 horas de sueño. Detalles menores, pues en lo que menos piensa un colombiano durante estas fiestas, es en las horas de siesta.
La leyenda vallenata y el vallenato
Lo demás es honrar sus tradiciones. Para quienes no hayan oído cantar al colombiano Carlos Vives, quien internacionalizó el vallenato gracias a un par de ajustes a los toques del acordeón y a una que otra mañita modernosa, como bajos y batería, se trata de las melodías con que campesinos y trabajadores de las fincas colombianas sobrevivieron a sus penurias y horas de ocio. De ese origen popular se explica que las letras sean noticias y que los acordeoneros recibieran el título de juglar, pues viajaba de finca en finca contando sucesos cotidianos ocurridos en la provincia. Pero además del acordeón (obligatoriamente marca Honher), el vallenato se interpreta con la guacharaca (palo de bambú agrietado que se golpea con una tenaza de alambre) y el tambor o caja como le llaman allá. Es decir, en esos tres instrumentos está presente la mezcla cultural de la región, el europeo (representado por el acordeón), el indígena (la guacharaca) y el africano (la caja). Pues fue gracias a ese intercambio cultural entre jornaleros que se forjó la música. De hecho, durante muchísimos años el “vallenato” fue considerado una música de segunda categoría, una especie de pariente pobre del folclor colombiano, obligada a permanecer anclada a las clases inferiores y fue gracias a la persistencia de sus acordeoneros y al contexto de parranda o reunión de amigos en los que se cantó, lo que la hizo dar un salto. Más tarde, compositores profesionales, como el recién fallecido Rafael Escalona, autor de varias piezas emblemáticas (La casa en el aire y la custodia de Badillo, entre muchas) enriquecieron la lírica musical colombiana colocándola en el escenario nacional como una música representativa y que define buena parte de la identidad de su pueblo.
Porque los colombianos son cronistas por antonomasia, grandes seductores con la palabra y en sus letras está presente el romanceo, la alegría desbordante, la naturaleza insurrecta y, por supuesto, la magia. De muestra: una de las historias que se repite con ahínco es la del acordeonero Francisco Moscote, quien se retó a duelo con el diablo y los cantos recuerdan que lo venció rezando el Credo al revés. De ahí que la tarima en la plaza Alfonso López, donde se realizan gran parte de los actos de este evento cultural, se llame Francisco El hombre. La misma en donde se representa “la leyenda vallenata” que recuerda el milagro de la Virgen del Rosario que resucitó a los españoles cuando los indios los envenenaron con el agua del Sicarare hacia en 1545, pero en el marco de la agenda del festival, la ceremonia no es oficiada por descendientes de españoles, sino precisamente por las comunidades indígenas que fueron sometidas y que se hicieron fervorosos devotos de la Virgen y su milagro. Desde ahí mismo también se ve a una distancia peligrosa los riscos y quebradas de la Sierra Nevada, una zona selvática majestuosa, pero escenario de las peores escaramuzas entre los grupos guerrilleros de las FARC y los paramilitares. De hecho, hace poco murieron siete militares y varias familias de la zona han sido fragmentadas por la tragedia de primos o parientes que terminaron luchando en bandos contrarios. Todo esto, sin contar que en esos mismos verdores se cultiva una importante producción de coca. Por eso, tal vez, los lugareños no se incomodan con el contingente especial de militares armados con metralletas de alto calibre dispuestos por la ciudad. Entonces es cuando un novato en estas fiestas, sobretodo si es extranjero, no le caben dudas de que cuando el nobel Gabriel García Márquez declaró que Cien años de soledad era un vallenato de 350 páginas, se quedó corto y que probablemente entre los tijeretazos de la edición quedaron otras 350.