La soprano protagónica Susan Neves tuvo un comienzo tibio y a medida que avanzaron los actos consiguió la temperatura adecuada para su rol de Turandot.
José AlvújarUna versión de bastantes contrastes fue la ofrecida en la segunda función de “Turandot”, la inmortal ópera de Giacomo Puccini, durante la Temporada 2009 del Teatro Municipal. Estos provinieron desde la puesta en escena que junto al coro fueron lo más sobresaliente, y en contraste se contó con un elenco de solistas de desempeño irregular y una dirección musical bastante errática. En la función que comentamos alcanzó niveles satisfactorios sólo en el último acto.
Por una razón no explicada Jan Latham-Koenig -el director publicitado en la propaganda-, fue reemplazado por José Luis Domínguez, director de la versión “estelar”. Es sabido que “Turandot” es una ópera llena de fuerza y vigor al tiempo que posee momentos de un lirismo casi íntimo. Fue algo que estuvo ausente en la versión de Domínguez, que la privó de la tensión y emoción implícita en la partitura, debido a que en muchas ocasiones retenía los pulsos haciéndole perder emocionalidad expresiva, que es una cuestión fundamental en esta obra. Incluso los coros del primer acto y los de homenaje al emperador los condujo en forma “académica”.
Y en la orquesta no se percibieron perfiles como para destacar voces instrumentales que son complemento al canto. A favor diremos que sólo en el último acto se logró coherencia texto-música, lográndose importantes cotas de expresividad. En muchos momentos le vimos demasiado inserto en la partitura, sólo marcando pulsos, que resultaron de poca ayuda para el desarrollo dramático.
Ping, Pang, Pong: ministros onomatopéyicos
El grupo de solistas fue encabezado por la famosa soprano Susan Neves en el rol de Turandot, quien luego de un comienzo muy débil en lo vocal y en la afinación, fue afianzándose paulatinamente hasta lograr un muy buen tercer acto. Allí brilló vocalmente y en apostura escénica.
Piero Giuliacci fue sólo un discreto Calaf. En el aspecto vocal, recién desde el famoso “Nessun dorma” del tercer acto se le apreció seguro, pero su actuación es poco convincente, como ocurrió en su escena de la resolución de los enigmas, que tuvo un formalismo inexpresivo. Ni su vestuario ni el maquillaje fueron en su ayuda. La ucraniana Olga Mykytenko posee un hermoso material y una línea de canto bastante expresiva. Con ella dio vida a Liú, logrando conmover tanto con su aria del primer acto como en la escena del suicidio.
Michail Ryssov, un bajo nacido en Crimea, fue un estupendo Timur. Con gran presencia escénica y generoso material vocal sin duda fue uno de los triunfadores plenos de la noche. Su lamento luego de la muerte de Liú fue notable en expresividad.
En lo vocal y en actuación alcanzaron un gran nivel -que a veces llega a la pantomima-, Patricio Sabaté, Pedro Espinoza y Gonzalo Araya como lo ministros Ping, Pang, Pong. Consideramos del mejor nivel su primera escena del segundo acto, donde transitan desde la ironía al cinismo. Sabaté descolló además en la escena de la tortura a Liú. Con hermoso y seguro timbre cantó Ricardo Seguel el rol del Mandarín, mientras que José Barrera fue un correcto emperador Altoum.
Estupenda régie: la mano de Oswald
La labor del Coro del Teatro Municipal, que dirige Jorge Klastornick, la consideramos simplemente “formidable”. A su enorme trabajo vocal, deben agregar la actuación y como siempre lo hacen, ésta fue estupenda. Incluso debemos agregar que en varios momentos fueron responsables de elevar el nivel expresivo de la versión. El Coro de Niños del Liceo San Francisco (que dirige Laura Núñez) cumplió con musicalidad su papel como coro interno.
La régie, escenografía e iluminación fueron responsabilidad del experimentado Roberto Oswald. La primera se vio muy limpia y coherente. Desplazó las masas. Incluso en aquellas partes que convocan a una multitud, logró destacar lo importante de lo accesorio. En ello, su escenografía osciló entre lo realista y simbólico-conceptual (alude a los guerreros de terracota, tanto como a dragones y pinturas en acuarela y otros). Está diseñada en varios niveles y suma o resta elementos que le otorgan fluidez además de belleza e interés a su propuesta.
La ajustada iluminación aporta un marco simbólico y a veces mágico. Complementando lo anterior está el vestuario de Aníbal Lápiz, de gran finura y colorido, que lógicamente sigue la línea de la escenografía. En síntesis una producción que a pesar de sus muchos valores, tuvo elementos que le impidieron obtener el resonante éxito de otras ocasiones.