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Antialias

15 de Abril de 2011 | 19:27 |
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El guión esperable hablaría de un regreso triunfal y casi irreconocible, tras un cambio de vida y de estilo que ha convertido al artista en una reformulación de su pasado. Pero nada ha corrido por el cauce habitual en la carrera de Cristián Fiebre, y tampoco lo hace este retorno suyo al disco, luego de uno de los trayectos creativos más atípicos en los cantautores chilenos y un silencio público largo y absoluto. Sus dos discos de los años noventa, Vivalavirxen y Mujer elefante, consiguieron tan buena crítica como desprecio radial, y su prometedor contrato de entonces con Gustavo Santaolalla terminó empantanado en la frustración de caer en cuenta que se hace música sin categorización fácil, que compite en desigualdad de condiciones y que avanza por un carril tan personal que requiere de un esfuerzo emocional casi sobrehumano para mantenerlo en pie.

Años de vida y trabajo en México y España devuelven a Fiebre a la escena musical chilena con algunas convicciones categóricas: es mejor no intentar vivir de la música, debe uno mantener la más férrea independencia y una autoría musical interesante es la que no anda dando explicaciones. El autor insiste con lo que antes no muchos entendieron pero que un oído curioso vuelve a agradecer: una canción rockera de enorme potencia y crudeza emocional, interpretada junto a una banda que antes piensa en la frescura del en vivo que en el cálculo de la grabación comercial, y cantada con una impudicia que a es a la vez atemorizante y adictiva. Fiebre en el 2011 suena mucho a Fiebre de los noventa, en parte porque todas estas canciones aguardaban desde entonces su registro.

Pero es probable que éste disco sea incluso mejor que sus antecesores: la producción de Andrés Pérez Lecaros ha ordenado el caudal de energía de estas melodías en un cauce contenido y abordable, incluso si se trata de una aplanadora como "Rompecorazones" («¡Aquí viene el rompecorazones arrastrándose los pantalones!»). La opción del disco por levantar sutiles crescendos —mucho más importantes, aquí, que los estribillos— combina estupendamente con un canto destemplado y valiente, el registro de un hombre adulto que sigue asombrando como un incomparable constructor de imágenes sentimentales y eróticas de enorme fuerza.

Muchas de estas canciones relatan amores frescos, cuando la pasión muestra aún la doble faz de la liberación y el riesgo. Fiebre no es un escritor directo, sino uno que usa imágenes algo obtusas para transmitir sentimientos siempre inquietantes. Sígalo usted en "La colina", por ejemplo, el trayecto hacia una casa abandonada en la que al fin se encontrará que «al borde del desmayo / cegada por el sol / cubierta de cordeles / reza inútilmente el objeto de mi amor». Tamañas marcas de carácter son un fantástico aire fresco para la música chilena.

—Marisol García

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