Batuta en mano. A los 82 años, el maestro italiano condujo a la Orquesta Sinfónica de Chile con toda prestancia por los pasajes más históricos de sus partituras para cine.
José Luis RissettiTal como la visita de Paul McCartney trajo un trozo de la historia del rock al país, decir que Ennio Morricone hizo algo similar en su propio campo, la música de cine, no es una aseveración desproporcionada. El italiano de 82 años es una leyenda viva, parte de una raza en extinción de aquellos que no sólo escriben, sino que también orquestan y dirigen sus propias partituras para la pantalla grande. Uno de aquellos que cuenta historias con su música.
Su ceño fruncido y pose inclinada en el podio lo delatan: es un genio mañoso, perfeccionista. Y aquella rigurosidad se nota al agitar la batuta para dirigir a la Orquesta Sinfónica de Chile con un cálculo que nunca restó belleza y fluidez a su composición. Las cuerdas de la agrupación se entregaron al sonido nostálgico desde un principio para interpretar un extracto de “Érase una vez en América”, pieza que abrió el concierto en una serie de tres adagios que integraron el primer bloque.
La silueta controlada de Morricone contrasta completamente con la de la soprano Susanna Rigucci, quien se desborda apasionadamente en cada una de sus vocalizaciones de los clásicos himnos del viejo oeste, llegando al clímax con aquel éxtasis dorado de “El bueno, el malo y el feo”. Fue la primera gran ovación de la noche, la misma que la talentosa cantante había recogido tres años atrás cuando acompañó a Morricone en su primera visita al país. El spaghetti es de paladar masivo y la Sinfónica lo cocinó bien.
A medida que el repertorio fue siendo revelado sobre el escenario, no faltaron quienes comenzaron a impacientarse y extrañarse por la ausencia de piezas emblemáticas. No hubo “Cinema Paradiso”, “La leyenda del pianista sobre el océano”, “Los intocables” ni “Sacco y Vanzetti”, pues en esta ocasión, al contrario del 2008, el programa abordó algunas obras menos conocidas dentro del medio millar de bandas sonoras que Morricone ha escrito a lo largo de su carrera. Las ausencias fueron bien compensadas con sorpresas como “H2S”, “Maddalena” y un extenso extracto de “L'ultimo gattopardo”. No necesariamente cintas oscuras o jamás escuchadas, pero claramente no forman parte de aquel arsenal de melodías usadas como ringtones o reutilizadas hasta el cansancio en spots televisivos.
Las cerca de cinco mil personas que llegaron al Movistar Arena también abrazaron con interés el bloque de “cine social”, que incluyó temas de películas como “La batalla de Algeria”, “Sostiene Pereira”, “Pecados de guerra” y “Queimada”, pero también una composición bastante más disonante y menos “placentera” como “La classe operaia va in paradiso”. Esta serie de suites, un muestrario bastante interesante que ejemplifica la versatilidad del compositor, se sucedieron con naturalidad hasta el cierre con el canto de “Abolición”, con pleno protagonismo del Coro de la Universidad de Chile.
Cuando comienza a sonar el oboe en el último acto, luego de casi una hora y 40 minutos de concierto sin intermedio, los oídos se rinden ante su sonido que se transforma en un imán de emociones. Las cuerdas lo acompañan y el sonido solitario de esa madera se funde en una masa sonora bendita, las voces del coro caen como cascada desde su tarima, hasta que en la tierra se escucha lo mismo que en el cielo. “La misión” es la mejor forma de despedirse. Está todo cumplido.