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Estirando las cuerdas

Todos están hipnotizados por una voz que envuelve y maravilla. La magia parece flotar y no hay ningún truco. Sólo un tipo en el escenario, cantando como los dioses.

09 de Agosto de 2011 | 09:55 |
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La escala pentatónica y la neurociencia. Bobby McFerrin demostró que puede ser una orquesta sin ninguna compañía.

El Mercurio

Funciona así: Bobby McFerrin es un pintor con un lienzo en blanco, que es el escenario prácticamente desnudo. Sólo caben una silla, los parlantes de retorno, y un micrófono. El marco era un Teatro Nescafé de las Artes repleto. Entonces McFerrin, a quien el mundo entero instala en el dudoso casillero de los dueños de un solo éxito -su empalagoso hit de 1988 "Don't worry be happy"-, empieza a dibujar con su voz.

Los primeros trazos son cadenciosos, pastosos. Es su registro delineando el bajo, al punto que es fácil imaginar las cuerdas pulsadas. Cuando la base ya funciona, ayudada por ligeros golpes en el pecho con su mano derecha que marcan el tiempo y suman un delicado toque de percusión, McFerrin comienza a revolotear con ligeras líneas melódicas que bien replican una voz, o quizás un bronce en sordina.

Continúa superponiendo melodías, mientras en breves intervalos cambia la cifra de las notas graves. No hay nada grabado, todo es en tiempo real, perfectamente vocalizado. Las distintas frases se hilan con elegancia y un sentido matemático preciso. Altera el acento, juega con las síncopas. Así, por 11 minutos. Es el primer tema, una improvisación. El teatro queda boquiabierto. Cunde el silencio, pero algunos no pueden evitar lanzar pequeños chillidos de júbilo, genuino placer por un espectáculo tan sencillo y rotundo a la vez. Cuando McFerrin termina la última nota, el aplauso es cerrado.

El siguiente tema durará seis minutos y nuevamente la capacidad de Bobby McFerrin para saltar desde graves hasta agudos y falsettos es abrumadora. No parece esforzarse, no es particularmente histriónico, algo parco incluso. Y viste como para limpiar el cuarto de los cachureos. Lanza una serie de notas sencillas y mediando gestos consigue que el público recree lo que acaba de cantar. Arma en segundos una pared de sonido, un efecto coral, con la sala participando en pleno. Otra ovación.

Luego enhebra un blues. De nuevo, todos los instrumentos parecen escucharse a la vez aunque es imposible, pero McFerrin logra el efecto. Invita a personas del público a subir al escenario. Se atreven dos mujeres y un hombre. Por turno los hace bailar mientras elucubra ritmos festivos. Cada coreografía improvisada redunda en sonrisas, risas y aplausos entre el público. Todos están hipnotizados por una voz que envuelve y maravilla. La magia parece flotar y no hay ningún truco. Sólo un tipo cantando como los dioses.
 

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