Los variopintos admiradores de Britney Spears se resisten a creer que la presentación de la cantante ya finalizó, y mientras aún cae papel picado desde el cielo y las pantallas recuerdan que lo de recién fue una estación en el "Femme Fatale Tour", el coro de "Till the world ends" se mantiene firme en sus gargantas, incluso al emprender la retirada.
Es la muestra evidente del efecto que produjo la cantante norteamericana en su visita, y que hoy tuvo su manifestación central en un Estadio Nacional cerca del lleno. Pero aunque en apariencia no hayan existido, ésta también fue una noche de contrastes. Porque si en rigor hubo 45 mil enfervorizados fanáticos que llegaron al recinto de Ñuñoa para ver un concierto, al finalizar queda claro que no participaron exactamente de eso.
Lo de la "princesa del pop" —a la que aún aferramos a ese título, pese a las múltiples amenazas ambientales— podría llamarse simplemente espectáculo, sin dudas cautivante. Una experiencia musical y visual, que a través de una marea de estímulos logra cautivar al público, agrupado en una masa que verdaderamente la idolatra.
Así se nota desde el ingreso tras una exacta cuenta regresiva, que da paso al pulso discotequero de "Hold it against me", de su último disco
Femme Fatale. El griterío es ensordecedor y prácticamente no hay un par de brazos que no sostenga una cámara en lo alto, para inmortalizar de manera personalizada el momento.
La adrenalina fluye, pero ya en "Up n' down", el segundo tema de la noche, no hay nada que oculte lo evidente, y que no es otra cosa que el advertido y comentado playback, un recurso que a estas alturas no espanta a nadie en esta clase de eventos, pero siempre que se apele al justo equilibrio.
No es la situación de la norteamericana, quien en todo caso no parece estar preocupada del tema. Aquí lo importante es ejecutar de la mejor forma el guión establecido, que da un soporte espectacular a las ganas del público por estar de frente con su ídola, antes que de escucharla.
Así, el fervor no decae, y algo llega incluso a
la chilena Catalina Rendic, aplaudida con entusiasmo cuando reaparece entre los bailarines en el tema "Big Fat Bass" (con Will.i.am en las pantallas), y luego en el carnaval bailable que junto a seguidores escogidos por sorteo se arma en "I wanna go".
El énfasis en
Femme Fatale es marcado, pero de todos modos queda espacio para éxitos anteriores como "I'm a slave 4 U" y "Baby one more time", que al igual que el resto del repertorio sostienen musicalmente apenas dos encargados de teclados y programaciones, proveedores del sello sintético que atraviesa al sonido.
Esos últimos temas se agrupan en el segmento más sensual del show, pero la responsabilidad de que la característica sea ésa está lejos de recaer únicamente en Spears. Un escenario en extremo versátil (lleno de plataformas, ascensores, pantallas, compuertas y columpios), un relato audiovisual permanente y un cuerpo de bailarines digno de destacar, contribuyen a restar importancia a los débiles movimientos de la cantante, muy alejados de la definición y excelencia que tuvieron antes de su debacle.
La de hoy es otra Britney, distinta a la de esos dos momentos. No sólo es una figura que sigue en ánimo de levantarse, labor que ya casi completa. Hoy es también una artista que busca su lugar más allá del crecido mundo de las divas pop, para proyectarse nuevamente en esa realeza en la que alguna vez fue inamovible.
Hoy no lo tiene, y es ese extravío el que a su pesar rotula su condición actual. Sus devotos podrán seguir restándole importancia a ello, pero el tamaño artístico de Spears y el peso específico de su solo nombre, en contraste con el estado regular que exhibe, hacen del arribo a destino una necesidad sencillamente urgente.