En estos momentos de su carrera, un disco en vivo de Adele es mucho más que el registro de su directo. Desde los asientos, los gritos que largan la grabación y los silencios que luego acompañan cada tema prueban una dinámica peculiar de la relación entre artista y fan: a estas alturas, a Adele más se la admira que se la disfruta. Su registro poderoso, su impecable ascenso comercial y su capacidad para acompañar todo ello con seriedad ejemplar, pese a sus 23 años, son los de una trayectoria ya consagrada por el éxito apabullante y por un talento que el auditor enfrenta con cierto pasmo. Adele es el tipo de intérpretes de condiciones inobjetables.
Pese a ello, anotamos lo evidente: la inglesa es dueña de una voz privilegiada que emite con elegancia y sobriedad, sin acrobacia ni cursilería (talento que impresiona aún más si se sabe que menos de dos meses después de esta grabación hubo que someterla a una operación por problemas con sus cuerdas vocales). Afirma esa voz, sin embargo, sobre un repertorio en extremo convencional: canciones sobre desamor y nostalgia del amor que no fue, acomodadas sobre arreglos de piano (sobre todo) y cuya corrección no alcanza a evidenciar grietas por donde puedan colarse los quiebres emocionales que distinguen a un buen cantante de un símbolo. Adele aún es parte del primer grupo, acaso por su juventud, acaso por su apego obediente a un modo de interpretación que se escucha con gusto pero sin que el espíritu se sacuda. Ni siquiera cuando toma el "Make you feel my love" de Dylan y se lo dedica a Amy Winehouse, emblema esta última de un talento quebrado pero definitivamente más marcador.
Live at the Royal Albert Hall incluye un DVD de 90 minutos con el registro audiovisual de este mismo concierto, del 22 de septiembre pasado.