El dominicano, una vez más, fue carta segura en Viña del Mar.
Luciano RiquelmeVIÑA DEL MAR.- Entre su primera vez en Viña del Mar a principios de los 90, y esta cuarta ocasión en 2012, mucha agua ha corrido bajo el puente de Juan Luis Guerra.
Desde "Burbujas de amor" a la fecha, el dominicano se ha transformado en una figura mayor dentro del panorama latinoamericano, con el mérito de haberlo hecho desde la antes subvalorada escena tropical.
Ese recorrido se refleja en la propuesta actual del cantautor, quien regresó al escenario de la Quinta Vergara reflejando sus kilómetros al hombro.
Se nota en su aura experimentada y patriarcal, pero también en el engranaje perfecto que representan los eternos 4.40 —sobre todo en percusiones— y en el notorio goce que sus canciones aún le producen, y que contagia a chorros hacia el público.
El efecto es particularmente elocuente en los merengues de su generoso repertorio, como los clásicos "La bilirrubina" y "Visa para un sueño", además de las sólidas "El Niágara en bicicleta" y "Las avispas".
El trabajo viene prácticamente hecho gracias al callejón sin salida que constituye el ritmo que el propio género porta. Sin embargo, y pese a cierta languidez en la factura, el entusiasmo no disminuye en sus piezas de son ni tampoco en sus temas de lírica cristiana (temática que nunca ha estado ligada a la fiesta en públicos masivos y amplios).
Tampoco lo hace en la bachata, que en Guerra no es el engendro pop y bailable que hoy pasean por las discotecas Aventura y Prince Royce. Más cerca de la tradición, aunque limpio de su carácter barrial, el género de origen dominicano se recubre aquí de un evidente romanticismo, con un pie en la intimidad y otro en la pista.
Así lo evidenció sobre todo en el final, con un medley de clásicos en el que figuraban sus "Burbujas de amor", y que fue sucedido por una versión de "Ojalá que llueva café" digna de créditos finales.
De esa manera, mantuvo repletas las galerías hasta las 02:20 de la madrugada, cuando se pudo ir sin dar pie al desborde al que otras fiestas incitan en su fin. Quizá sea por la seguridad de haber asistido al que, para el Festival, pudo ser un broche de oro, aunque del justo kilataje que baña a la Antorcha y la Gaviota con que Juan Luis Guerra deja Viña del Mar.